La palabra arte tiene como génesis «técnica», denominada por los griegos del alegórico mundo clásico. Pero la Antigua Grecia queda ya muy lejos, y lo bello se divorció de lo formalmente bien pintado o bien escrito hace bastante tiempo. Hoy en día, el artista es un náufrago a la deriva entre dos puertos muy lejanos separados por vientos bravos, remolinos frenéticos y mareas turbulentas. El náufrago perdido se agarra con fuerza al único madero que flota, su propia ética y criterio de valor, a la vez que se hunde por su propio peso. El artista está perdido y solo en un océano de subjetividad, centrándose tanto, pero tanto en sí mismo, que el resto del público es incapaz de comprender sus mensajes. Por eso el arte contemporáneo es elitista, porque el público medio es incapaz de realizar lecturas fluidas sobre este. Y sólo el más imaginativo, creativo, pedante, cateto, fantasma o ricachón cree poder entenderlo. O al menos, eso intenta.
Ante esta situación, cabe la resignación. Es el arte de nuestro tiempo (vamos, que somos nosotros los que estamos plasmados ahí). Y en contra de la resignación, el alza del grito al cielo en busca de la vuelta a la toma de la calidad técnica que un día estuvo casada con la belleza, hasta que fue crucificada. «Al tercer día resucitó de entre los muertos». Bien, pues al parecer nuestra belleza pecó mucho, pero mucho. Tanto que llevamos un siglo y sigue ahí, encerrada criando malvas. Son muchas preguntas y ni una la respuesta. Qué ha llevado a los poetas a escribir palabras sucias (a veces incluso desagradables) con tal de ser leídos, por ejemplo. Honestamente, creo imposible pensar tanto en una impostura como en una sumisión directa al mercado. No creo que la técnica haya sido desplazada, sino que se ha vestido de luto y se ha alejado para dar paso a otro tipo de libros, papeles y lienzos. Los superventas, con sus para nada repetidas citas como «deja de fallarme y fóllame» no es que hayan decidido repudiar a la pobrecita técnica, es que rotundamente nunca la han conocido. Y lo mismo para los «enfants terribles» del mundo plástico y visual. Por eso, la belleza y la técnica naufragaron. Una murió y la otra se marchó, manto y velo negro sobre su frente, llorando una muerte amarga pero que se veía venir. Todo porque hace cien años a un señor se le ocurrió considerar que el gesto creador era más importante que la obra en sí misma, colocando un váter en una sala de exposición. Si levantara la cabeza, reiría como un villano de cine antiguo. Allá donde esté, ni se imagina cuánto daño ha hecho al sentido de lo bello ni las disidencias que ha causado.
Es comprensible que cada etapa histórica tenga unas tendencias y valores estéticos muy definidos, pero precisamente en nuestra época, época en la que todo vale, es intolerable que se esté despreciando la forma clásica de tratar la materia plástica. Es como si a la señorita E. L. James se le ocurre si quiera cuestionar a Dickens o a Wilde, por nombrar a un par famosos, en el ámbito novelístico.
En resumidas cuentas, el grueso del problema son tanto las personas como el artista, incapaces de presenciar una dimensión más profunda: la que hace artístico al propio arte, la que lo hace perdurar en el tiempo y vilmente bello. Y habiendo navegado por estos mares, es totalmente comprensible que el barco quedara a la deriva y encallara en atroces derroteros. Quién sabe si algún día volverá a navegar. Quién sabe si alguien, algún día, encontrará los restos de esta épica carabela y rescatará el tesoro que aún habita intacto, lustroso, en unas arcas que se llenan de arena; y esperando la llegada de algún intrépido corsario que tenga la osadía de dar la vuelta completa al reloj, para así acabar así con la maldición que acompañaría al tesoro hasta que muriera de oxidación.
Muy de acuerdo. Sí señor…