Tú la llevas III: «Areces y el sombrero»

‘Tú la llevas’ es una sección en la que cualquiera puede participar. Al igual que en el juego de ‘El cadáver exquisito’, los autores son cuatro personas que escriben un cuento conjunto, cada uno continuando en el punto donde lo dejó el anterior. Así que ya sabes, si te interesa participar, ¡no dudes en apuntarte! Este mes han participado: Pacoteco, 3 Cejas, Javier Báez y Noelia García.

 

Aquella mañana de sábado, cuando entre todos limpiaban la casa, al pequeño de los Areces le tocaba barrer el salón. ¿Incluso debajo del sofá? Incluso debajo del sofá. La faena no resultaba especialmente estimulante. La música de fondo de la minicadena no ayudaba, y los truenos que estallaban en la calle tampoco incitaban a hacerlo más deprisa y ser libre.

Precisamente haciendo el montoncito de pelusas de debajo del sofá, Areces menor observó lo que parecía la suerte de un calcetín con motivos geométricos. Más al fondo, una croqueta mordisqueada. Y, más allá, un sombrero. La curiosidad mató al gato, pero al pequeño de los Areces le alegró el día gris porque, cada vez que se lo acercaba a la cabeza, hacía un sonido que se escuchaba muy bajito.

A medida que se acercaba el sombrero al oído, el sonido se hacía más incesante. Con la oreja prácticamente pegada al sombrero, éste engulló al crío. El eje espacio temporal se partió como un trozo de mimbre y, en un abrir y cerrar de ojos, apareció nuestro protagonista entre dos fornidos vikingos barbados que estaban alrededor de una crepitante hoguera.

El chiquillo calló boquiabierto. Tenues copos de nieve caían de unas nubes poco parecidas a las que copaban la bóveda de su casa. Éstas, aglomeradas y ennegrecidas en exceso, ahora eran de un lapislázuli ceniciento, ahumando la luz de un atardecer en brasas. Había cientos de cuerpos como él tumbados alrededor de fogatas. Milisegundamente, volcó los ojos en sus manos llegando a entender que su cuerpo no entraba en aquellas circunstancias.

—Vuelve a dormir, necesitas energía para mañana— gritó un vaho dos fogatas delante del joven. La voz parecía esperar algo.

Areces menor cerró los ojos con una esperanza, una esperanza onírica.

Un olor metálico despertó las fosas nasales de Areces. Los ojos ayudaron al olor y enfermaron su paladar: era sangre. A su alrededor, chillidos de desmembramientos y cuerpos echados al suelo y a las llamas. Areces echó a correr topándose con sus extraños amigos forcejeando con enemigos de sombrero familiar.

De este modo, Areces, compelido por la fuerza del miedo, logró refugiarse, por un lado del peligro y, por otro, de la nieve, en una cueva, tras recorrer una larga distancia velozmente; lo que dieron de sí sus piernas. Al adentrarse, muy tímidamente, en la cueva, encontró una hoguera consumida, lo que le hizo pensar que esa cueva estaba habitada. “No puedo quedarme mucho tiempo. Pero, aunque sea sólo una hora, esta gruta me servirá de refugio”, pensó. Seguidamente, Areces encendió la hoguera tras varios minutos intentándolo. “Con lo fácil que hubiera sido con un encendedor y no con estas dos piedras…”, se quejó.

Su sorpresa fue enorme cuando, tras calentarse lo suficiente con la hoguera, le dio por echar un vistazo hacia los adentros de la cueva y vio a una familia vikinga de cuatro personas, como la suya, muertos, congelados por el frío. Decidió acercarse al padre y cogió su sombrero de vikingo y, al acercárselo, oía exactamente el mismo sonido que con el sombrero de su casa. De repente, un grupo de vikingos llegaron a la gruta y, al verlo, corrieron en dirección a él con ánimo bélico. No tenía mucho tiempo, y sabía que el dilema era morir o viajar a otro tiempo, así que Areces decidió ponerse el sombrero de vikingo.

Se lo colocó con ímpetu pensando que aquello conseguiría cambiar el curso de los acontecimientos y trasladarle a su añorada casa de nuevo o a otro tiempo mejor, pero no fue así. Se agachó y decidió cerrar los ojos ante la eminente muerte que se avecinaba, pues Areces no destacaba por su confianza hacia los desconocidos y menos hacia los vikingos. No obstante, estos, en lugar de matarlo, decidieron acoger a Areces como prisionero, utilizándolo a modo de distracción en la vuelta a su poblado.

Vivió una de sus peores etapas, ser mono de feria se quedaba corto al lado de esto. La humillación no había sobrepasado tanto los límites en su pobre vida. Recordaba con melancolía los zapatillazos de su madre, un alivio al lado de las tundas que estos “humanos” le proporcionaban, y se intentaba transportar al momento en que decidió acercar ese maldito sombrero a su oído. Areces acabo perdiendo toda esperanza y a través de una esfera de comportamientos serviciales y favores hacia sus nuevos compañeros de vida consiguió acostumbrarse, pensando que quizás, algún día, lograría ser uno de esos fornidos vikingos que había visto en la tele, que le volvería a crecer el pelo y los ojos se le volverían, por arte de magia, azules, es decir, que llegaría a parecerse a Ragnar Lothbrok.

La vida de Areces acabo siendo lo más alejado que se puede imaginar de una vida heroica y respetable, pues no logró sobrevivir a este tipo de vida; lo que no sabía es que al enterrarle con su sombrero de vikingo acabaría volviendo a su salón, con los ojos azules y el pelo un poco más largo, aunque mucho más parecido a Donald Trump. Lo único que perturbaba aún la mente de Areces es que no sabía si sentirse orgulloso o decepcionado ante su nueva apariencia física.

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