Tú la llevas II: «El quiosquero»

‘Tú la llevas’ es una sección en la que cualquiera puede participar. Al igual que en el juego de ‘El cadáver exquisito’, los autores son cuatro personas que escriben un cuento conjunto, cada uno continuando en el punto donde lo dejó el anterior. Así que ya sabes, si te interesa participar, ¡no dudes en apuntarte! Este mes han participado: Jorge Sánchez, 3 Cejas, Ángel Arévalo y Laura Navarrete.

 

Al menos tres días llevo aquí encerrado, o al menos eso creo. Un capuchón oscuro y ni una sola palabra, sólo aquella robótica que sale de vez en cuando del altavoz de la celda. Siempre el mismo mensaje: “Ha sido detenido por ser potencialmente peligroso para la integridad humana. Todos sus derechos han sido revocados”. Una sola puerta, ninguna ventana y un cilindro en la pared por donde cae pan y agua. El mensaje se reproduce cada 12 horas más o menos, por eso creo que han pasado tres días, aunque duermo interrumpidamente. ¿Qué ha pasado? Simplemente estaba dando un paseo por la laguna del pueblo y de repente la oscuridad. ¿Potencialmente peligroso? Soy un solterón que trabaja como quiosquero, ¿cómo puedo ser peligroso? El único peligro que represento es que te pinches con una grapa en el culo cuando te limpias con algún periódico que vendo en algún apuro. La verdad, hace tiempo que no vivimos en libertad…

Sin previo aviso, la puerta emite un sonido agudo y se abre. Por ella aparece la figura de una mujer con un uniforme militar. Parece ser de alto rango, con cara de pocos amigos. Me mira como si fuese la peor escoria de la humanidad… estoy acostumbrado. Adelantándose unos pasos, se dirige a mí y me dice:

—Acompáñeme, con paso ligero.

Puertas cementarias se abren y cierran. Me recuerdan a los muros de las casas del pueblo, con esa textura que desagrada tanto al tacto como a la vista. El suelo se embarra a sí mismo en sangre, chinas y pelusas. ¿Tendrán a alguien para limpiar todo esto? En ese caso, ¿cómo convive ese hombre? Es consciente de que algo terrible están haciendo aquí y, después de limpiar los fluidos más íntimos de un ser humano, ¿se va a casa, cena espaguetis con carne picada y hace el amor mediocremente con su esposa? Tal vez le haya vendido un periódico alguna vez. Tal vez haya secado este mismo puto suelo con mi periódico.

Nos paramos en lo que supongo la puerta de los “jefazos”, hasta entonces todo ha sido un cliché hollywoodiense, ya ni estoy sorprendido; me enfado con la trama.

—Conteste a todas las preguntas que se le hagan. Si hace caso omiso, se le…

—Cosas malas, lo pillo.

En el relleno de la habitación encuentro a dos personas embatadas. Una vez leí en una revista de curiosidades variadas que muchas veces la bata se utilizaba para crear autoridad. Si necesitan una bata para eso, serán unos pardillos.

—Buenos días, Señor Castillo — esputa el “doctor” número uno. —Lamentamos haberle hecho esperar y las pasajeras molestias de su estancia aquí.

—Es lo que tiene viajar. Uno nunca soba bien en cama ajena. Aunque eso ya lo sabrás, como médico que eres, ¿cierto?

—Sí, —duda—bueno, suele ocurrir.

Si esto fuera una novela el autor se habría quedado sopa en la barra espaciadora, porque ambos se han quedado más callados que el flexo que les ilumina.

El doctor-payaso número dos parece abrir la boca para soltar algo muy masticado.

—Creemos que usted tiene el sentido del universo.

El señor Castillo mira de reojo al médico número uno, somnoliento. Este doctor le mira con unos ojos tan abiertos y gesticulaciones tan exageradas que pareciera que, de un momento a otro, se lo zamparía, o tal vez, prefiriera torturarle el recto con el puño.

—Señor número uno. ¿Se encuentra usted bien? —Le pregunta con voz aguda el doctor payaso.

—Tampoco he podido dormir bien. Los cafés me hacen subir por las paredes. —Explica el doctor número uno.

— ¡Basta de cháchara! Tenemos al hombre que tiene el sentido del universo y, ¿estamos hablando del sueño del doctor número uno? —Grita emitiendo destellos rojizos por las mejillas un hombre calvo y menudo.

El silencio de nuevo. Nadie parece estar incómodo por los interludios, el quiosquero aprovecha para dormir. El crujir de las paredes viejas ameniza los silencios junto con el chasquido de las gotas que martillean el suelo de conglomerado de la mazmorra.

— ¡Despierte, Castillo! —Le grita al oído, el renacuajo calvo.

—Ahora, cuéntenos ese misterio del universo. Y no nos cuente chinos. — Dice dubitativo el doctor-payaso.

— ¿Chinos? ¿Cuentos chinos? Quizá tenga que ver con un cuento. Verá, cuando dormimos, en realidad, nos transferimos a otra dimensión, aunque tan solo gente seleccionada. De vez en cuando, al estar despiertos pero somnolientos esa transferencia queda incompleta, se interrumpe y nos quedamos en tierra de nadie. Esto es un espacio-tiempo ilógico y con seres también ilógicos, como ustedes. Ahora mismo todos ustedes solo son producto de mis recuerdos desordenados: mis miedos y deseos más profundos.

Ambos doctores se miraron de reojo por un instante, intentando, torpemente, disimular su desconcierto. Mientras, el hombre menudo y calvo espera en silencio, con cierto aire calmado pero dejando entrever cierta impaciencia por conocer más acerca de dicha transferencia interrumpida.

El señor Castillo disfruta de ese privilegiado soplo de protagonismo. Hay veces en las que un poco de atención facilita ese trago amargo de habituarse a vivir con la resignación de ser despreciado por la mayoría. Tras una breve pausa de silencio, el quiosquero prosigue sosegadamente con su narración:

-Todos nosotros llevamos una inmensidad en nuestro interior, ¿saben? Bueno, quizá ustedes no. Pero yo posiblemente sí. Y perdónenme la egolatría… pero sé que algo inexplorable e insultantemente inabarcable existe en mí. No, no me miren así, por favor. Y no hagan sus elucubraciones hipotéticas aún. No todavía, se lo ruego. Déjenme explicárselo.

El doctor-payaso toma asiento y acerca la silla hacia Castillo, sin apenas pestañear. Éste, por su parte, continúa su exposición, indiferente:

-¿Nunca se han preguntado cuánta solidez poseen los miedos? O cuánto ocupa el desorden. O qué densidad tiene el deseo… Ustedes, que visten batas blancas como si fuesen importantes, ustedes sólo son capaces de ver en todo esto meras palabras abstractas. Creen que todo aquello de lo que hablo es mero vacío, todo inmaterial, vaya. Pero no es verdad. El vacío, tal y como ustedes lo conocen, no es real. El vacío del que hablo tiene medida, tiene peso… Por eso no existe. Por eso lo portamos en nuestra parte más intrínseca. He ahí la creación de esa “tierra de nadie” de la que les hablo.

Otro escueto silencio. Su tono de voz, esta vez, se torna algo mustio y fino. Sus siguientes palabras se confunden levemente en un suspiro:

-Ojalá pudiesen verme también por dentro.

Un tímido nerviosismo se apodera de las manos de Castillo; éste, entonces, para evitar que sus acompañantes lo percataran, cavila, traga saliva y bromea al añadir:

-Y no hablo de que me abran en canal, por supuesto. Jaja. No se me suban a la parra.

El hombre alopécico comienza a sudar en desorbitados goterones que resbalan por su frente y empapan, a su vez, su espalda. Se gira hacia el doctor número uno y le hace señas mientras musita algo imperceptible.

El interpelado, que no es muy sagaz con todo aquello que se remita a señas, es bastante audaz, en cambio, a la hora de leer labios ajenos: “No quiero saber más. Haz que se calle”, resuena en la cabeza del doctor número uno, tras hacer lo propio.

No hubo opción posible de que el quiosquero pudiera terminar su elucidación.

El doctor número uno se dirigió, decidido, hacia Castillo y, sin ningún tipo de miramiento, cerró el puño y le propinó un fuerte golpe en la nuca.

Los ojos del señor Castillo vieron una vez más la repentina oscuridad cernirse sobre él. Pero ya no habría una próxima vez. No existe mayor temor que aquél de ver que hay quien es capaz de liberarse del miedo.

Y eso era algo que ellos no iban a permitir.

 

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