Quevedo y la humanización del excremento

«Solía referirnos la historia de un tal Quevedo que, habiéndose bajado las calzas para defecar en un lugar público, de espaldas a los viandantes, fue sorprendido en dicha posición por un distinguido caballero italiano. “¡Oh, qué vedo!”, habría exclamado éste con horror al contemplar el corpus delicti, si se me permite la expresión, con las nalgas en la masa. A lo que habría respondido el español con mal oculto orgullo: “Anda, ¡hasta por el culo me conocen!».

Sin duda, algo destacable del autor del Buscón sería su peculiar fijación por el acto defecar y todo aquello que tuviese como característica ser escatológico. No gratuitamente, la relación del autor y estos temas reflejaba, además de una constante casi obsesiva a lo largo de su producción literaria, la fiel visión desengañada del dorado humano renacentista. No habría mejor manera de dibujar la realidad tal cual era más que usando también los colores oscuros.

Ciertamente, la crítica, la “academia” o la élite intelectual, aquellos señores que en el ideario colectivo llevan ropa elegante en largas reuniones comiendo suculentos aperitivos en los descansos, en su exhaustivo estudio sobre la obra de este autor y otros muchos, siempre habían dejado de lado aquello que sonaba a chanza, a broma tonta o tema pueril, tapando de este modo aquello que lamentablemente siempre había sido indecible, negado o excluido. En una búsqueda por engrandecer al ser humano se ha acabado huyendo de esta condición, incluso cuando el escrutinio se hacía entre el lodo del malditismo o las cañerías del realismo sucio. O éramos entes divinos o la fiel imagen de un demonio eternamente condenado… pero no humano. Y por supuesto, como no, aquellos que no veían en estos temas más que naturalidad y características propias de todo ser vivo, se les tachó de aberrantes, mal educados y faltos de cultura, eruditos a la violeta que se encargaban de temas menores. Mas no es nada nuevo, pues la Academia siempre peca de petulante encerrándose cada vez más en sí misma mientras el pueblo llano se condena a la ignorancia ante referentes que no se les permite entender, lejanos y no representativos.

No es sorprendente, pues la represión de los instintos siempre fue mayor sobre el excremento que, incluso, sobre la sexual, pues éste, al ser expulsado, se convertía en aquella cosa “ajena” a nosotros, condenando este hecho tan humano en una vergüenza fisiológica que habría que ocultar y silenciar por todos los medios. Incluso hoy en día, cuando nuestra generación empieza a llamar a las puertas de la Academia con la intención de renovarla y ampliar sus libertades, un tema tan fundamental como este en la obra de Quevedo sigue siendo menospreciado, relegado a mera anécdota o a un mediocre trabajo de carrera. Incluso entre los que llevan barba de chivo y hacen de todo por llamarse sátiros, ven en este tema poca seriedad, bromas infantiles lejos de la altura de sus críticas y sus burlas denunciantes. Sin saberlo, alimentan la censura investigadora por un lado y la represión de un hecho natural por otro. Lo cierto es que, ya sea una investigación científica o literaria, el investigador no debe caer nunca en el tabú.

Dicho esto, la obra de Quevedo muestra mejor que ninguna otra la gravedad de un conflicto que aún pervive después de siglos después: la dicotomía entre lo elevado y bajo, lo cortés y los instintos, lo loable y lo execrable. Tal como se puede vislumbrar en La hora de todos y la fortuna con seso —libro que disfrutará cualquiera, créanme—, se puede encontrar la imagen adorable de la mujer deseada destruida por la evocación de lo que expulsa: sangre, excremento y orina. Se responde a la angelical y enaltecida descripción del caballero enamorado de la siguiente forma: «Considérela padeciendo los meses y te dará asco, y cuando esté sin ellos, acuérdate que los ha tenido, y que los ha de padecer, y te dará horror lo que te enamora, y avergüénzate de andar perdido por cosas que en cualquier estatua de palo tienen menos asqueroso fundamento».

Por otro lado, otro ejemplo sería un conocido episodio del Buscón: durante la estancia de Pablos y don Diego en Alcalá, los compañeros de habitación de la posada en la que se hospedan gastan al pícaro protagonista una horrible novatada: defecar en su cama. Cuando se descubre el excremento por el olor, Pablos avergonzado intenta esconder las heces al entrar su amo en la habitación. Don Diego porfía en sacarle del lecho y le tira tan fuerte de un dedo que se lo descoloca, con lo que obliga a Pablos a destapar el excremento vertido en medio del regocijo y burlas de los estudiantes.

Son abundantes así las referencias escatológicas a lo largo de su obra: orines, materias fecales, salivajos… ingredientes esenciales de la trama novelesca o la creación poética, desempeñando, sin lugar a dudas, una función primordial. Aunque dichos elementos son bastante comunes en la literatura de la época —llegando incluso a articularse formalmente—, en Quevedo asumen una importancia que no sólo radica en la razón de sus implicaciones sociales, sino asimismo psicológicas. Podría pensarse, en un primer momento, que esto no sería más que una reducción del humano, una burla ponzoñosa para señalarle como fuente de la inmundicia, que la complacencia que tiene el autor al mostrar a los personajes defecando, orinando o escupiendo, de aprehender al ser humano como cuerpo esencialmente excremental, responde a un proceso de cosificación y revela un insuperable desprecio del hombre. El episodio anterior muestra la degradación del hombre «hasta aparecer la cosificante imagen de un organismo, o más bien un autómata fisiológico, defecador y esputador, capaz de secretar a voluntad el excremento y los mocos de los que está henchido»[1].

Mas no es así. En el afán de encajar esto en el cajón de la sátira vaga de Quevedo, parece que los estudiosos se olvidaron de que este escritor no era, en absoluto, alguien dado a la superficialidad, tal como demuestra su obra moral. La suciedad corporal abarca a todas las clases sociales y aguarda, por así decirlo, la llegada de alguien con suficiente ingenio para describirla. Y entonces llegaría Quevedo, punta de lanza de lo fisiológico y visceral, la toma de conciencia del cuerpo negado con su mugre, deyecciones, escatología, etc. Evocar el excremento será una forma discreta de recordarnos su presencia, de hacernos sentir que “está ahí”. Vista desde tal perspectiva, la discutida coprofilia del autor del Buscón traduce la protesta de un cuerpo que rehúsa la condición de “glorioso” —tal como se pretendía desde el “racionalismo” platónico—  y asume provocativamente su inmunda culpabilidad. Asume heroicamente su condición humana. Lejos de rebajar al ser humano, contribuye a preservar su conciencia de existir en sí y par sí… transformando la frase de Descartes, un “caco, ergo sum”.

Por tanto y ante todo, presentar esta realidad como una característica de primer orden reafirma la libertad del ser humano de mantenerse humano, de huir ínfulas divinas o los pecados capitales y crecer dentro de sus propias posibilidades. “La vida empieza en lágrimas y caca”, escribiría uno de los más grandes poetas de nuestra literatura. Si las lágrimas nos recuerdan cada día que somos razón y sentimientos, lo excremental nos humaniza. Quevedo, por medio de esta constante primordial de su literatura, nos recuerda que tenemos la libertad de ser humanos.

De este modo, tomando en cuenta todo lo dicho, la estrecha relación entre escritura, impulso sexual y excremento no puede ser ya ignorada por nadie. Estudiar la coprofilia de Quevedo sin miramientos ni repugnancia puede constituir un excelente punto de partida para repensar los tabús de la sociedad actual. Sin duda, estas obras no hacen más que acentuar la inteligencia y la gran capacidad del poeta, cuya conocimiento no queda delimitado en el saber aristocrático, sino que también abarcaba el saber popular.

[Artículo dedicado al escritor Juan Goytisolo]

[1] M. Molho, Introducción al pensamiento picaresco, Anaya, Salamanca, 1970.

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