Es complicado imaginar cómo era la vida antes, cómo disfrutaba la gente de los momentos, de las experiencias… Lo que sí está claro es que no lo hacían con un aparato electrónico en sus manos.
Desde hace un año, he acudido a varios conciertos del cantante español Leiva, que ha adquirido la buena costumbre de pedir al público que intente no sacar el teléfono móvil en la última canción, no grabar por un par de minutos para poder conectar verdaderamente con lo que sucede mientras lo vivimos. Esto me hizo reflexionar ya que parece que se ha perdido la bonita costumbre de saborear el momento justo cuando este está ocurriendo, cuando lo estás viviendo, sin tener la absurda necesidad de plasmarlo en alguna red social o grabarlo para que quede guardado en el móvil. Es en ese instante en el que estás grabando: permaneces pendiente de la pantalla del aparato y dejas escapar las increíbles sutilezas que te ofrece disfrutar de la vida tal y como es, de los momentos cuando están aún sucediendo en vivo y en directo. “Poder conectar con un amanecer, conectar con un atardecer” decía el flaco. Con el móvil en el bolsillo, sin sentir la exigencia de sacarlo para hacer una fotografía y después compartirla con otros para transmitir la supuesta intensidad y grandiosidad que tratas que refleje la pantalla, que es aún mayor a tiempo real y que te estás perdiendo.
Todos lo hacemos, vivimos en la era de la tecnología. Intentamos guardar imágenes y vídeos de momentos especiales, a menudo con buena intención, para poder recuperarlos en el futuro y refrescar esa sensación que experimentabas, pero que no estabas exprimiendo al máximo. No obstante, lo peor no es eludir la oportunidad de disfrutar la vida en directo para hacer una fotografía, sino el refugio donde nos vamos resguardando y adentrando de un modo profundo cuando, en lugar de mantener una conversación y pasarlo bien charlando con las personas, decidimos agachar la cabeza para fijar la vista en las pantallas de nuestros teléfonos. Cada vez hay más bloggers, youtubers, gente con Whatsapp… y menos lectores, menos concienciación de que hay que disfrutar de cada minuto de la vida y que esa esencia se encuentra en momentos como quedarte ensimismado mirando un paisaje en silencio, ver cómo tus amigos ríen, poder debatir y hablar sobre todo tipo de estupideces y temas escabrosos durante horas, y todo sin sentirte obligado a tener que mirar una pantalla; sin dejar que esos minutos de verdadera felicidad que componen la vida te los arrebate el tiempo que pierdes metiéndote en Facebook o Google.
Se puede seguir avanzando sin la precisión que defiende la indudable necesidad de los aparatos tecnológicos para el día a día. Son útiles, no cabe duda, pero nos reniegan a una especie de esclavitud basada en el hecho de tener que colgar publicaciones y wasapear para que los demás sepan lo que estás haciendo. Se priva, en cierto modo, de esa libertad que proporciona poder dejar el móvil en casa sin que tu padre o madre se preocupe porque no le contestas a los mensajes o las llamadas. Es útil para la comunicación, no cabe duda, pero no me imagino a mi padre compartiendo vídeos en directo en Instagram de un concierto de Supertramp o Van Morrison hace 30 años; me gusta más escuchar la crónica de esos conciertos a través de sus propias palabras, que aún transmiten emoción y estupefacción, una conexión verdadera con el ambiente, en unas décadas en las que las cabezas gachas no iban a parar de manera ensimismada a un pequeño aparato.
Las tecnologías son un medio eficaz para transmitir información e ideas, para comunicarse. Sin embargo, su objetivo más útil e inocente se ha ido desvirtuando con el tiempo para dar como resultado un mundo focalizado y dirigido únicamente en la dirección del avance tecnológico, llegando a comportar la pérdida del disfrute absoluto de las experiencias en directo y el fomento del control.