‘Tú la llevas’ es una sección en la que cualquiera puede participar. Al igual que en el juego de ‘El cadáver exquisito’, los autores son cuatro personas que escriben un cuento conjunto, cada uno continuando en el punto donde lo dejó el anterior. Así que ya sabes, si te interesa participar, ¡no dudes en apuntarte! Este mes han participado: Javier Báez, Iván Toledo, Jorge Sánchez y Javier Saborido.
Después de poco más de dos mes recibiendo las clases de don José, me atrevo a afirmar, a dos años aún de acabar la carrera, que es uno de los mejores —si no el mejor— profesor que he tenido y no tendré nunca. Su manera de dar las clases, las lecturas que nos manda, las actividades que organiza y que sea él quien nos hable de uno de los mejores siglos literarios para España lo hacen especial como profesor.
Hace unas semanas, después de una sus clase, camino ya al Metro para ir a casa, iba pensando en la clase que nos había brindado hoy don José, en su voz, en sus frases geniales, en sus cabreos, en sus bromas y en sus chascarrillos, cuando, de repente, me asaltó un recuerdo que me tiene dándole al coco desde entonces.
El recuerdo tiene que ver con la primera vez que estuve en la Facultad de Filología. Era el verano de 2015. Sabía que, cuando llegase octubre, empezaría una nueva y excitante etapa: la universidad. Pero, antes, tocaba todo el tema burocrático, todo el papeleo. Y esa fue mi primera vez en la facultad. Estuve en Secretaría, entregando todos los papeles que me requerían para la matrícula y, una vez hecho esto, fui a la cafetería. No es que quisiese iniciarme tan pronto en la vida universitaria —cerveza y mus—, pero es que había quedado allí con un amigo y, para esperarle, me pedí un café. Mientras salía con el café a la terraza, teniendo las manos ocupadas por los papeles y la carpeta, se me cayeron algunos papeles. En una mesa, en la terraza, había un grupo de profesores y uno de ellos se levantó a ayudarme, a recogerme los papeles.
—Si eres republicano, te ayudo— me dijo, señalando a mi camiseta, que presentaba los colores de la República.
—Gracias.
No sé por qué se me quedó grabada esa escena en la cabeza. Lo que me perturbó de este recuerdo es que, dos años más tarde de ese suceso, aunque no me acuerdo en absoluto de la cara del profesor que me echó una mano, estoy absolutamente convencido de que se trataba de don José. Pero es cuestión de fe, nunca lo he comprobado.
Creo que poco a poco él también ha ido asimilando en mí aquél despistado republicano. En clase al dar sus explicaciones suele echarme alguna mirada de más y escucha con especial atención a mis comentarios e incluso alguna vez ha establecido algún debate conmigo. No es por ser egocéntrico, pero no suele hacer todo esto con los demás; es verdad.
Un día, al salir de clase, decidí acercarme a él para hacerle una pregunta sobre Lope de Vega. Bueno, siendo sincero, me importaba más comprobar si me reconocía y poder entablar una conversación más personal con él. Acabamos tomando café en la misma mesa donde se encontraba cuando le vi por primera vez. Nos caímos bien… o eso espero.
Durante meses he estado compartiendo momentos con él: en la cafetería, en ratos después de clases, en bares y parques… Hablamos de miles de cosas relacionadas con la literatura y sobre otros conocimientos. Mis amigos insinúan que estamos enrollados, ¡pero qué locura es esa! Incluso mi madre dice que he cambiado, que no paso por casa y que no paro de hablar de don José, pero ella qué sabe, es sólo una analfabeta de barrio. En la vida existimos para conocer y aprender, y don José me proporciona todo lo esencial para mí, los demás no son nadie.
Poco a poco hemos recorrido prácticamente todo el siglo XVII. Él es uno de los mayores expertos de Europa en autos sacramentales. Podría parecer un género poco interesante, pero en sus labios todo cambia de tonalidad y se transforma y eleva como estrellas fugaces de sabiduría.
Por desgracia las exigencias del curso no le permiten explayarse demasiado en ese género y tuvo que centrarse en los considerados grandes: Góngora, Calderón, Sor Juana… La luz de las ventanas iba cambiando de tono a medida que las lecciones pasaban el ecuador del curso. Todo era perfecto hasta que llegamos a Mateo Alemán. Leí su Guzmán de Alfarache con la avidez con que asalté sus otras lecturas, pero ésta me interesó especialmente. Era tan fresco, tan excitante. Él no pareció sorprenderse de que me gustara, casi parecía esperarlo, y sus ojos pardos tuvieron un destello cuando me recomendó, para profundizar, que releyera el Lazarillo. Así lo hice.
Fue una tarde fresca de marzo cuando llegamos al tratado cuarto.
Le pregunté por qué ese tratado era tan corto. Él, con un extraño brillo en los ojos, me dijo que era para dar la sensación de que no quiere contar cosas, de que algo se ocultaba en expresiones tan oscuras, quizá hechos igual de oscuros… Mientras asimilaba esas palabras bajo la tenue luz de su despacho, él se levantó y se puso su gabardina. Dejando un silencio largo mientras me miraba directamente a los ojos. De repente, me soltó un simple «Sígueme». Nunca, hasta ahora, le había visto con una expresión tan severa y sombría. Me puse nervioso, temblándome un poco el labio mientras seguía su silueta por los pasillos de la facultad, ya vacía e iluminada sólo por fluorescentes parpadeantes. Bajábamos las escaleras sin decir ni una palabra, oyéndose sólo el ensordecedor ruido de nuestros pasos. ¿Qué estaba pasando? No entendía nada.
Ya en la última planta, tras pasar una puerta por la que los alumnos no podíamos pasar, llegamos a una sala estrecha, muy pequeña y sin ventanas. Sólo había en ella una pizarra y una silla. Había a un lado un trozo de cuerda. Me entró un miedo terrible. Le intenté preguntar que qué estaba pasando, pero él me interrumpió espetándome un gruñido. Escribió unas extrañas grafías en la pizarra y se giró para mirarme. Se llevó sus manos lentamente a los botones de su gabardina, desabrochándoselos con suavidad, sin dejar de mirarme. Me temía lo peor. Cuando terminó de hacerlo, empezó con su camisa. En ese momento me dispuse a huir, pero el miedo me tenía paralizado.
Sin previo aviso, de la tripa de don José salieron dos pies. Era como si estuviera pariendo un señor muy pequeño. Cuando éste terminó de salir, se asomó por la cintura de los pantalones una cabeza. Don José ya no era don José. Ahora eran dos señores muy bajitos. El que iba arriba empezó a hablar:
―Bien, esta es la verdad. Somos un personaje. Don José no existe. Pertenecemos a una asociación secreta de intelectuales que tienen la misión de preservar los secretos que se esconden en las mayores obras literarias de nuestro país, secretos que nos llevarán de nuevo al más alto pódium. Ahora que lo sabes, queremos que te unas.