Saliendo de la universidad, después de un acto organizado en el Día de la Poesía, me dirigí al metro con algunos amigos. Una vez dentro, y después de despedirme de algunos, fui hacia mi andén junto con otra amiga. Conversando, ya dentro de ese frasco de esencias humanas, ésta me preguntó sobre si me había encontrado con algún libro que me haya llegado al alma (fiuh… estábamos hablando de Cortázar, autor que a ella le encanta, lo que explica el tono de la pregunta). Le contesté apáticamente y con poco ánimo que no, que las lecturas asépticas y con olor a acetona que nos mandan en la carrera me tenían un tanto aprisionado, muy aprisionado… Atravesado por las rejas.
Sin embargo… la verdad es que desde hace algún tiempo no leo más allá de mis pacientes. Sólo me dedico a diseccionar las entrañas de cada libro, a apuntar mis observaciones sobre su composición, a cortar con el bisturí sus esencias, guardarlas en frascos y clasificarlas dentro de una categoría específica: «Según los datos recogidos, podemos determinar que este libro pertenece al siglo XVIII por las ideas ilustradas que en él se encuentran, tales como…» Así, una y otra vez, tirando después a la basura los restos de un huero cadáver, quedando éste extendido igual que una marioneta que ya nadie usa ni volverá a usar jamás.
¿Qué me ha pasado…? ¿No son éstas humanidades…? ¿Por qué me siento menos humano? ¿Por qué no encuentro la pasión perdida por lo que hago? ¿Qué es leer? Sigo leyendo, pero ya nada es lo mismo. Entre estas dudas acudo a la RAE: «leer: pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados». Pero no es sólo eso… no puede ser sólo eso… Una vez escribí que leer era «aquella aventura pirata, aquella melancólica lluvia de una tarde de otoño, aquellas palabras que nos revolucionan el corazón, aquel relato de un recuerdo lejano, aquella reflexión sobre las consecuencias de unos actos al parecer buenos, aquellos sentimientos que envuelven un lánguido Hola o un profundo Adiós, aquellos exóticos paisajes de Oriente, aquella terrorífica conclusión a la que llega un loco…» Ya poco queda de eso…
¿Dónde han quedado todos esos hechos perdidos? ¿De qué me sirve ahora saberme el ADN del Romanticismo, del Renacimiento o el Barroco? ¿De qué me sirve ahora saberme las moléculas que componen a León Felipe, a Gloria Fuertes, a Lorca, a Betty Smith, a Unamuno o a María Zambrano? ¿De qué me sirve ahora saberme la anatomía de las poéticas, de la retórica y de la gramática? Nada, nada, nada repiquetea en mi mente como un gotero asfixiante. De nada.
Mi juramento hipocrático me obliga a estudiar a Aristóteles y Quintiliano, a Wittgenstein o Arent, a Feijoo y Naharro… ¿Pero dónde están los autores de la pasión? ¿Dónde están los que aportan humanidad a este oficio nuestro?
Me siento como un cirujano que ha perdido el fuego que una vez le dio Prometeo disfrazado de libro. Voy ahora a casa para seguir con mi trabajo. No sé ahora qué hacer.