IV
Así, al tanto que el Poeta llegaba a su pequeño escondite, las cortes fueron celebradas. La oposición fue la primera en llegar, mas poco tardó el bando opuesto en encaminarse escalinatas arriba hacia el interior del Congreso. El último fue el rey, quien, escoltado por una serie de coches, puso el candado de aquel circo para dar comienzo al espectáculo a puerta cerrada.
Largo se escupió allí dentro: los unos a los otros y los otros a los unos; con distinción y apuntando al cuello. Y es que aquello era una guerra, el futuro del país estaba en juego y el destino era el trofeo. No dudaron pues en defender y atacar a todo valer: los unos a los otros y los otros a los unos; sin distinción y apuntando al cuello.
Se hablaron así de variados temas y proposiciones. En otra ocasión hubiese sido más sencillo, sin embargo, la razón por la que, lógicamente, sería la continuación del gobierno vigente se había visto perturbada por una gran y diversa oposición. Esa era la cuestión a resolver que hacía escenario a la trágica y clásica representación de muchas fuerzas luchando por el poder. Se propusieron pues elecciones, mas la votación a favor de la convocatoria de estas no alcanzó una mayoría significativa. ¿Qué había que hacer?, se preguntaban todos y nada más que el silencio y unos denuestos, sintetizados en gritos, les contestaban. Toda propuesta caía, como suele decirse, en saco roto. Y es que el gobierno era eso, una tela vieja y huraña que todos querían coser sin saber realmente cómo hacerlo. Aquel congreso era el triste intento de jugar deportivamente un partido que era llevado a cabo por incompetentes, deseosos de hacerse con la susodicha pelota destino. Nunca, en todo el día que estuvieron allí discutiendo, se siguió ningún hilo conductor que tratase de llegar a algún acuerdo. Tampoco se intentó. Los allí presentes, únicamente parecían gustar de gritar y quedarse atrapados en injurias hacia otros, en especial aquellas que a eones luz distaban de tener que ver con lo disputado. Y empero sus corazones se inflaron de orgullo cuando escupían aquellas sentencias, colocándose la corona del buen político al defender, según ellos, lo que era verdadero o necesario. Pues sí, tanto sentido común había en aquella sala, que cada cual hablaba de uno diferente.
Llegó pues la noche y bien podrían haber pasado una semana más allí dentro, que entre tanta palabra y tan poco oído, no se hubiese dicho nada. Así, hartos de este mismo vacío y de no ver nada más que el final de un callejón sin salida, decidieron, claro, demoler la pared que veían a su frente: convocaron pues elecciones. De esta manera, se le aseguró al pueblo que él sería la voz que decidiría el asunto en voz de los discípulos del Poeta. Vieron aquellos pequeños seres que, de verdad, la esperanza no se había escapado de la caja de Pandora. Aún podían resolverse sus tensiones. Y así creyeron los gigantes que se resolverían las suyas.
Nada quedó claro en aquellas votaciones populares, tan sólo una cosa: que el gobierno no tenía sentido alguno cuando ninguna política era llevada a cabo. Con esto, la templanza del Poeta se vio mermada segundo a segundo cuando el caos comenzaba a llegar a la calle al no saber nadie que hacer. Ningún acuerdo llegó que garantizase una coalición y todos se cuestionaron en qué momento un terremoto había creado tales fisuras. Mas nadie cedió, excepto la presa del odio que contenía al pueblo. El Poeta pues, sabiendo que el partido no era un partido, sino una guerra y que el pulso agitado del pueblo gritaba que se le diese paz, ordenó de todo corazón un golpe de estado que restableciese la estabilidad. De este modo, trece días tras la convocatoria de las cortes, habiendo sido demostrado la incapacidad gubernamental de la nación y estando el rey de camino al exilio por temor a la ya comenzada revolución, el Poeta, respaldándose en cierto sector del ejército, estableció un nuevo régimen. Poco se acordaba entonces de la visita que el Diablo le había hecho…
V
El frío se colaba en las cavidades de su corazón como si marchase bajo el estandarte del invierno. Mas el que se acercaba era el verano.
Una cruz llena de las vidas de su nación, colgaba a sus espaldas degenerando su vida en una depravada marcha hacia un destino cada vez más opaco, sucio. Y recordó que, por más piedras y astillas que se clavasen en sus tiernas suelas, la raíz del sino había perforado su alma para plantarse ahí e imposibilitarle abandonar aquella senda. No había razón en dejar aquel camino. Sin embargo, asqueado, la desazón que le producía aquel régimen que había instaurado viéndose obligado a alejarse de la virtud que anhelaba, aquello…aquello le hastiaba. Mas no había razón para abandonar aquel camino. Si quería establecer de forma realista sus ideas, primero debía implantar un régimen que pusiese todo donde debía. Ahora, por tanto, había de tener cuidado con sus contrarios; había de cortarles las alas como a las aves para que no fuesen capaces de volar, de mover fichas dentro de aquel nuevo juego. Y es que el partido ya no podía ser un juego deportivo, sino una lucha de animales. Era repugnante, mas lo debido en última instancia, puesto que resultaba arduo el no aplicar «el fin justifica los medios». Y es que aquello tampoco era razón para abandonar su honorable camino.
Así, sentado en su despacho, redactaba toda la teoría que luego formaría la nueva maquinaria del gobierno mientras la próxima reunión, citada a las doce, no llegaba. Sintió que debía de tener hambre. Llevaba días comiendo como un desgraciado sin más capital que su cuerpo, pero su misión se interponía, aunque perturbase su vida hasta el más lejano e hiperbólico extremo. Si no comer, no dormir, no disfrutar de la compañía de la familia o no dedicarse a más que a la nación, significaba un futuro mejor, ese debía ser un sacrificio necesario. Había descubierto que ningún acuerdo merecía la pena, debía imponer su razón. No existía en toda aquella desolada planicie, ningún camino que realmente ofreciera la salvación. Debía de tener cuidado.
El timbre del teléfono retumbó en las cavidades de su mente. Entonces, volvió al mundo exterior. Aquella pequeña y aguda música le recordó que quedarse atrapado entre las densas musarañas de su mente, se estaba haciendo peligrosamente habitual. Así, conectándose a la realidad, se colgó el teléfono fijo en la oreja.
—Buenos días, aquí don Ernesto, ¿quién es? —saludó el Poeta con voz ronca.
—Buenos días tenga usted, Poeta —dijo una voz de hombre, aguda, pudo alcanzar a recordar el Poeta después.
—Buenas. ¿Qué quiere? ¿De quién se trata? —volvió a preguntar con un regusto amargo en la boca.
—Verá…me gustaría hacerle una proposición, Poeta —aseguró la voz al otro lado del cable.
—No le entiendo, ¿quién es usted? —insistió el Poeta al tanto que la ira brotaba en su piel como un picazón.
—Sí, mire, tan sólo escúcheme, será un segundo, se lo aseguro.
—Escuche, si esto es una burla o…
—No se trata de nada de eso, Poeta. Le repito que tan solo se dedique a escucharme, ¿de acuerdo?
No contestó. El estandarte del colono invierno que invadía su cuerpo ondeó ante un gélido viento. De nuevo, algo no iba bien.
—Mire, como iba diciendo, le he de proponer cierto asunto —la voz no irrumpió su seriedad—. Se trata de uno de gran importancia y que le incumbe en gran medida. Como sabrá, el gobierno que usted encabeza en estos momentos no es precisamente uno con gran respaldo, además de que se encuentra muy distante de ser legítimo…
—Oiga, lo siento, no tengo tiempo para críticas. Escriba en algún periódico sobre ello si es lo que quiere —se quejó el Poeta a sabiendas de que la su circunstancia había acabado con lo que una vez fue una buena educación.
—Espere. Le repito que le incumbe demasiado lo que le voy a decir y es realmente importante que me atienda —dijo con calma la voz del teléfono.
—Pues dese prisa, haga el favor.
—Bien, resulta que su gobierno puede depender de lo que le diga o más bien de lo que responda —el invierno llegó al Poeta—. Verá, tenemos a su familia cautiva y su vida depende de si deja el poder o no…Estoy seguro de que sabrá elegir.
Aquellas últimas palabras estallaron en su cabeza como una gran orquesta fúnebre que elaboraba una fuga en honor a la llegada del ocaso del año. Y es que el director no era más que el mismísimo Diablo. No fue traidor, no, pues avisó. Mas senda sierpe fue al sinuársele tal sinceridad. Conocía la verdad de que secuestrarían a su familia. Jugar sólo con él quería a sabiendas de su estupidez. ¡Qué profundo el desasosiego que sentía!
—Poeta, ¿sigue ahí?
¡Cuán débil era ahora que un juicio cuasi divino se postraba ante sus narices! Su familia o el pueblo: una prueba a la que ni Dios se atrevería a mirar a los ojos. Era ahora cuando se descubría como mentiroso, pues es que no sabía elegir.
—Poeta, ¿me escucha?
—Le escucho.
Su corazón latía como tambor que anunciaba la guerra…y así era.
—Imagino que sabrá que me debe de dar una respuesta inmediata.
—Sí.
Debía de escoger, anunciaba el acuciado ritmo de su sangre helada.
—¿Y bien?
El pueblo o su familia, gritaba la percusión de la orquesta.
—¿Podría hablar con mi familia?
—Sí, pero deberá ser rápido.
Al trigésimo tercer latido tomó la decisión. Quizás ya estaba decidido desde un principio. Quizás solo intentó justificarse.
—Ernesto, ¿eres tú? —preguntó la melosa voz de su esposa bajo la tristeza del pánico a través—. Por favor, Ernesto, sácanos de aquí —lloró—. Sólo queremos volver contigo.
Recordó pues el sabor de la vida. ¡Cuán alejado de su pensamiento había estado aquel aroma!
—Todo irá bien —dijo muerto el Poeta al tanto que unas cascadas brotaban de sus ojos.
—Por favor, te lo ruego, Ernesto —murmuró su mujer, vencida por la tristeza.
—Lo prometo —dijo frío—. Que se ponga Pilar, no hay tiempo.
Las silenciosas lágrimas rompían su lagrimal como agujas.
—Papá —llamó su hija, acuñada por la inocencia—, ¿cuándo vamos a volver a casa?
Sintió a la misma vida morir en sus manos. Los pétalos que un día fueron blancos, brillantes como estrellas de estío, ahora caían en su mustio regazo en hastío.
—Pronto, hija. Pronto será todo mejor.
No era el invierno el que había llegado, sino la pálida muerte.
—Imagino que ya habrá elegido —volvió a aparecer la seria voz.
—Sí —dijo la fuerza del sino—. Conservaré el poder.
El silencio le contestó, clavándose en su piel como sendas espadas de plata que deseaban matarlo como monstruo. Mas lo terrorífico es que ya estaba muerto.
—¿Cómo? —preguntó la voz.
—He dicho que conservaré el poder. Lo siento.
—¿Está usted seguro? No querrá…
—Ya le he contestado.
—Está bien. Pero sepa usted, Poeta, que su gobierno no…
—Buenos días —y colgó.
Él, asesino, forjaría con villana mano el futuro. La sangre era el estaño: primero el presidente, luego su familia y por último, con ellos, la vida. Y en su regazo, la esperanza de un niño esperaba a ser amamantada, aunque mustios estaban sus senos y muerta su ánima.
Se cubrió pues la cara con sus manos ensangrentadas y liberó el caudal de sus lágrimas. Maldijo al Diablo por no ser traidor y avisar, por jugar con su libertad si es que realmente no estaba encadenado por el fuero del destino, por la razón del deseo de la virtud, por algún tipo de ensueño.
Y es que ahora dudo, como Poeta, tras este, mi relato, de que hubiese fuerza alguna del sino. Mas no os entretendré más con aqueste, mi inhumano frío.
Ardió ya mi vida con aquí, lo escrito. Lágrimas ya no quedan, tan sólo el muerto recuerdo de un destino. Cumpliose o no mi objetivo, mis ojos ya no estarán de testigo.
Mas quizás mis palabras sirvan como camino.