La ira, una palabra que va anclada en el ser humano desde el inicio de los tiempos. En estos últimos días mi organismo la ha experimentado aun de forma más intensa que antaño. Fue, para que el lector comprenda, como una inundación de esta que no le deja a uno usar la razón con claridad. La ira, algo tan humano y destructivo para él mismo. Si se piensa bien, es algo de lo que no podremos separarnos nunca. Suena aterrador, pero no lo es.
La ira, para mí, estos días ha supuesto una especie de choque contra la realidad, para afrontarla mejor. Necesito de ella para desatarme, para liberar a la bestia que tengo. Es como si dentro de mí habitara un terrible monstruo y, en el momento de su salida, lo viera, me parara y hablara con él. Para saber que esa también soy yo. Que no es algo externo a mí.
Pobre mundo infeliz, se piensa que estos monstruos están mejor dentro, siendo domados con placeres fugaces, placeres de los que se vuelven esclavos. Imagínese el lector, liberar a su bestia interior, desatarla y dejarla escapar. En un primer momento asusta, da miedo. Pero algo más humano que el miedo, ¿hay? Intentar evitar el sentir del miedo es algo impensable y en el momento en el que una persona no lo sienta, creo yo, acabará muerta en vida.
Hace un tiempo escribí sobre la sensación placentera de esa soledad en mí. La sigo admitiendo como necesaria y placentera, ya que ella me otorga esa comunicación conmigo misma y aquella fortaleza que solo conozco propia del dolor. Dolor, ese, es el placer que proporciona la soledad. A ella es a la que me he acogido sin pensar en sus terribles consecuencias. Asumo que es un dolor sentirse solo y que incluso he llegado a confundir la realidad. Esos momentos, querido lector, han sido sin lugar a dudas unos de los más trágicos durante toda mi estancia en la Tierra. No saber, no sentir mi cuerpo dentro de esta realidad deprimente y decadente, pero la que me ha tocado vivir.
Volviendo al miedo, el cambio, él es el causante de muchos de los miedos de nuestra sociedad. El cambio es algo desconocido y, por tanto, siniestro, en lo que preferir no entrar. Preferir que las cosas sigan como están para que el ser no sufra. Como verá el lector, acabo en el mismo sitio, el dolor, sufrimiento, aquel que se intenta evitar y que, al hacerlo continuadamente, provoca la muerte desagraciada, la temida muerte en vida. Siendo un muerto viviente.
Toda esta reflexión me hace cuestionarme, ¿podré escribir de algo que no me esté sucediendo, aquello perturbador en mi vida? Casi siempre que leo me fijo en las perturbaciones del autor y son algo de lo que pienso que el ser humano no va a poder despegarse nunca. Aquellas palabras, metáforas de la vida. La gente tiene necesidad de contar con palabras lo que sucede. En el momento en el que ellas no brotan o la persona no encuentra cómo expresar sus sentimientos mediante estas, colapsa y, viéndose atrapada en el silencio, se deja llevar por él. Aquel silencio no resulta agradable, sino más bien lo contrario. Agotador, y se intenta decir cualquier banalidad para taparlo, para evadirse de la realidad otorgada por él.
Resulta tarea difícil buscarlas, parecen como si se ocultaran bajo las más remotas piedras del mundo. Ellas se esconden bajo las piedras del alma y uno va a buscarlas sin ni siquiera una chispa de luz. A veces las encuentra y se gratifica, otras, pasarán toda su vida intentando encontrarlas sin resultado, pero relatará con precisión su búsqueda. Eso es lo que para mí es el amor, estar describiendo una y otra vez esta búsqueda. Sabiendo y reconociendo que nunca será capaz de hallarlas. Hallar las palabras definitorias de Amor.