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que perdieron a sus queridos ante las tres arpías del destino la arpía tuerta del dólar heterosexual la arpía tuerta que atrapa con su útero y la arpía tuerta que no hace más que apoltronarse a cortar el dorado hilo intelectual del telar artesano,
que copularon extasiada e insaciablemente con una botella de cerveza una amada un paquete de cigarrillos una vela y cayeron de la cama, y siguieron por el suelo y por el pasillo y acabaron desfalleciendo en la pared con una visión de supremo coño y se corrieron eludiendo el último orgasmo de consciencia,
que endulzaron el coño de un millón de chicas estremeciéndose al atardecer, y tuvieron los ojos enrojecidos toda la mañana pero preparados para endulzar el chocho del amanecer, exhibiendo el culo bajo los graneros y desnudos en el lago,
que salieron de putas a través de Colorado en una infinidad de coches robados, N.C., héroe secreto de estos poemas, follador y Adonis de Denver —celebremos la memoria de sus innumerables polvos con chicas en aparcamientos vacíos y patios de cafetería, butacas desvencijadas de cine, en montañas en cuevas o con demacradas camareras en familiares solitarios levantamientos de faldas en arcenes y especialmente en secretos solipsismos de cagadero de gasolinera y en los callejones de su ciudad también,
que se desvanecieron en sórdidas vastas películas, fueron alterados en sueños, despertaron en un súbito Manhattan, y se sacaron a sí mismos de sótanos, resacosos, con despiadado Tokay y horrores de sueños metálicos en la Tercera Avenida y tropezaron en oficinas de desempleo,
que caminaron toda la noche con sus zapatos llenos de sangre en puertos nevados esperando a que se abriera en el East River una puerta a una habitación llena de calor vaporoso y opio,
que crearon grandes dramas suicidas en los apartamentos de los acantilados del Hudson bajo los azulados leds bélicos de la luna y sus cabezas debieran ser coronadas con laurel en el olvido,
que comieron el guiso de cordero de la imaginación o digerieron el cangrejo del fondo enlodado de los ríos de Bowery,
que lloraron ante el romance de las calles con sus carretas llenas de cebollas y música de la mala,
que se sentaron en cajas respirando la noche bajo el puente, y se alzaron hasta armar clavicordios en sus buhardillas,
que tosieron en la sexto piso del Harlem coronados en llamas bajo el tuberculoso cielo rodeados de naranjas palés de teología,
que garabatearon toda la noche sacudiéndose y volcando sobre encantamientos sublimes que en el amarillo amanecer no eran más que estrofas sin sentido,
que cocinaron podridos animales pulmones corazones pies colas callos y tortillas soñando con el puro reino vegetal,
que se lanzaron bajo camiones de carne buscando un huevo,
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