Saw (2004). Película macabra por excelencia, fundadora de una serie de películas con un seguimiento sectario. Hay algo ritualístico y ancestral en ir al cine a sentarse a oscuras con otras personas, con el placer que se siente al hacer algo que no se debe, y presenciar las ocurrencias más retorcidas y desagradables que se pueden vender masivamente. El gore purga el cuerpo de fuera a dentro y de dentro a fuera, mediante el espejo unidireccional que es la pantalla: hay una intimidad como ninguna otra en los huesos, las vísceras y la muerte. Un acercamiento al sufrimiento que pendula entre dos extremos de irracionalidad y racionalidad, cada muerte es un puzle (saw, de jigsaw. Ahora que lo pienso, algo se podría haber hecho con la palabra rompecabezas). La lógica de la franquicia es retorcida y, si plantea dilemas morales, es siempre de una forma más bien lúdica. Ver estas películas me da sudor frío y ganas de vomitar, pero no puedo evitar que, incluso entre náuseas, me asalte una sensación de nostalgia.
Cuando era pequeña, tenía una amiga que era mayor que yo y se las veía todas, Belén. Me describía las trampas con todo lujo de detalle, en parte como para mantenerme al tanto de las cosas del mundo adulto, al que ella tenía ese acceso puntual; en parte para recibir el obsequio de mi curiosidad horrorizada.
Adam Faulkner-Stanheight, el primer hombre en aparecer en escena, emerge del agua sucia de una bañera como recién bautizado. Teniendo en cuenta su nombre de pila y la tendencia del asesino a «jugar a ser Dios» , este arranque de película es de un claro simbolismo bíblico. Jigsaw es de los personajes que menos aparece en pantalla, su presencia es constante y tácita. Todo lo sabe y todo lo ve, el resto de personajes a su merced. Adam, a su imagen y semejanza, se gana la vida como investigador privado, sacando fotografías a escondidas a adúlteros o sospechosos de otros pecados. Desde detrás de una cámara, Jigsaw lo acusa de vivir a través del objetivo de la suya, demasiado involucrado en las vidas de desconocidos.
Tema fecundo en el cine, el voyerismo. El sujeto pasivo que mira y el objeto de la mirada (consciente de ella o no). Es un motivo que reverbera desde las entrañas del texto hasta la audiencia sin perder relevancia jamás en este medio narrativo. Pero muta, el mundo cambia rápido y no somos los mismos que éramos en el 98 cuando salió El show de Truman; ni siquiera los que éramos en 2010 con La red social. En esta película, dice Justin Timberlake: «Vivíamos en granjas, luego vivíamos en ciudades, y ahora vamos a vivir en Internet». ¿El show de Truman la ve igual alguien que no conoce los smartphones que alguien que, solo en casa, pronuncia al aire las palabras Oye, Siri esperando la respuesta de una solícita mujer automatizada que siempre te «oye», aunque no «escuche»?
El escenario que Saw prepara para cada una de sus víctimas está diseñado meticulosamente; cada artefacto, cada pieza de atrezzo, cada objeto en escena, tiene su razón de ser. Llave, sierra, piti, reloj, bala, cinta, reproductor. Encajan cada uno con su respectiva función (tanto literal como simbólico-narrativa) como piezas de un puzle. Adam revela sus fotos en un cuarto oscuro mientras recibe un mensaje de voz que se escucha desde el contestador automático de su teléfono fijo. Él entonces era un bicho raro; ahora, si te extraña que alguien te haga fotos sin permiso en un espacio público, es que vives debajo de una piedra.
Echo tanto, tanto de menos arrastrar una silla hasta el teléfono, marcar un número de memoria y hablar durante horas con una amiga, inconscientes del coste de cada minuto de llamada. La libertad salvaje de tener once años, quedar a una patada de casa y salir a la calle sin teléfono móvil. Encontrarme absolutamente sola en esos quince minutos de trayecto, e ilocalizable hasta regresar a casa. Ir los viernes al videoclub y recorrer los pasillos como los de una biblioteca, escogiendo un par de películas para el fin de semana. Usar tan a menudo un DVD o un CD que la página de extras deje de funcionar, o que mi canción favorita se quede enganchada en el mismo verso cada vez que suena. Tener que abrir el estuche de plástico, sacar la carátula y leer el listado de canciones si no reconozco una de ellas.
Nuestros portátiles nacen mutilados, sin disquetera, a veces incluso sin puerto USB. En internet, echo de menos los foros, tan caóticos, antes de que migrásemos a las redes sociales: cada una, inmensa, con su orden errático, su algoritmo, interacción, engagement, publicidad, privacidad cero, la intimidad desparramada por todos lados y vigilancia constante. Oscilo entre la obsesión por acumular y preservar todo lo que encuentro en y lo que suelto a la red, y el anhelo por borrar cada rastro que quede de mí allí, por ser anónima e ilocalizable. Ambos extremos son dolorosamente inmateriales.
Siento que hemos perdido valiosas reliquias que estaban presentes en nuestro día a día. Que, cuando me sentaba a esperar a que se rebobinase un VHS o a que se encendiera quejosamente un PC enorme, el tiempo pasaba más despacio que ahora. Echo de menos esa calma como echo de menos el tacto de un CD virgen clavándose en índice y pulgar mientras que marco sus nuevos contenidos con un permanente, o el peso del auricular del fijo al descolgar, la suave resistencia de los botones.