Pedro Lemebel y la transgresión de los cuerpos

El universo artístico de Lemebel bien se merece una mirada atrás y una puesta en valor que continúe redescubriendo su obra.

Hace apenas dos semanas se cumplían siete años del fallecimiento de Pedro Lemebel, cuyo trabajo no ha hecho más que aumentar en reconocimiento los últimos años, como atestiguan la publicación de su obra escogida en 2019 por la Universidad de Talca, el documental Lemebel (2019) de Joanna Reposi Garibaldi (disponible en Filmin), o la reedición de su aclamada novela Tengo miedo torero (2001) por la editorial Las Afueras el pasado mes de mayo. Esta última nos sitúa en una vorágine de inmundicia, desaparecidos, violencia y terror, dentro de todo lo cual surge el romance entre un militante revolucionario y un homosexual pobre, los cuales se verán envueltos en el atentado fallido contra el dictador chileno Pinochet.

El universo artístico de Lemebel bien se merece una mirada atrás y una puesta en valor que continúe redescubriendo su obra, la cual apenas consta de una novela donde, si bien las reivindicaciones sociopolíticas y de género están presentes, se encuentran más diluidas y refinadas que en su producción anterior, donde asistimos a su nacimiento político-artístico a través de la performance y la crónica literaturizada. A finales de los ochenta fundó el colectivo Yeguas del apocalipsis (junto a Francisco Casas), desde el cual realizó un intenso activismo queer a través de performances que buscaban intervenir el paisaje cultural del momento, denunciando la invisibilización del colectivo homosexual y la violencia a la que está sometido, especialmente cuando va unido a otras minorías étnicas y económicas. Tomando como base de su activismo la capacidad transgresora del cuerpo, llevaron a cabo numerosas actuaciones públicas, pero también una serie de trabajos fotográficos. Tal es el caso de Las dos Fridas (1989), donde las Yeguas reproducen el cuadro de título homónimo de Frida Kahlo. En este hay una representación de la enfermedad, el mestizaje y la represión a la mujer; elementos que se apropian y resignifican para incorporar en el código cultural los cuerpos marginales, lo queer pobre e indígena que se encuentra incluso al margen del margen, haciendo una crítica a la homosexualidad blanca y capitalista que no se preocupa por visibilizar y reivindicar, que corre el riesgo de ser despedida, pero no asesinada, que se enmarca en el sistema y se oculta, mientras que dirá: «los pobres no tenemos closet, tenemos ropero».

Las dos Fridas (1989). Fotografía de Pedro Marinello

En la misma línea de resignificación de elementos culturales subversivos, destaca la fotografía sin título de 1990 en la que posa haciendo un juego dialéctico con el cuadro Olympia de Manet y con la Venus de Urbino de Tiziano. Olympia ya supuso respecto a la Venus una ruptura de la moral tradicional y del ideal estético al sustituir el arquetipo de belleza marital por una prostituta impúdica y desafiante. Lemebel coge esta idea y le da una vuelta más a la subversión estética al sustituir el arquetipo femenino de belleza por el de «la loca», sujeto queer ampliamente explorado en sus crónicas, donde actúa «desordenando el supuesto de los géneros». De ahí los cuernos alados, el maquillaje exagerado, las medias de rejilla en conjunción con el vello y el físico típicamente masculino. Además, si en Tiziano teníamos un perro, símbolo de la fidelidad y lo doméstico; y en Manet un gato (promiscuidad y ambigüedad); en Lemebel tenemos un reptil, imagen recurrente en sus crónicas para la metamorfosis del homosexual ninguneado, al que solo tienen en cuenta como adorno coqueto y desprecian su llamada de socorro, como si se tratase de «lágrimas de maricocodrilo moribundo».

Sin título (1990). Fotografía de Pedro Marinello

Estos elementos estéticos y reivindicativos los encontramos también en sus libros de crónicas, como Loco afán. Crónicas de sidario (1996), donde nos muestra la cruda realidad de las minorías marginales en el contexto de la represión dictatorial y el acecho de la muerte por la epidemia del sida. Lemebel utiliza una prosa cargada del folclore de las minorías, de una falsa oralidad enmascarada en un barroquismo hiperbólico, casi violento, pues toda minoría que comienza a reivindicar sus derechos es percibida como violenta, por lo que da prioridad a la reivindicación estética de la imagen disidente, a la lucha contra el ¿por qué se te tiene que notar?, demoliendo la disciplina que el régimen político y el imaginario cultural imponen sobre los cuerpos. Por ello emplea también el humor ácido como recurso. Humor ante la homofobia, ante el dolor e incluso ante la muerte: «para todo existe una metáfora que ridiculiza embelleciendo la falla, la hace propia, única». No es un recurso cómico, sino otra forma de resistencia ante la herida, reapropiándola. Esta característica de Lemebel se refleja también en la serie de fotografías Lo que el sida se llevó, donde podemos ver el coqueteo sensual con la muerte que, reconvertida en loca, otorga un beso sin discriminación para nadie. Lo mismo sucede en Loco Afán en el capítulo «El último beso de Loba Lamar», donde el personaje fallece a causa del sida y sus compañeras protagonizan una escena esperpéntica, haciendo que su cuerpo quede lanzando un último beso antes de la rigidez, un «maravilloso resultado de esa artesanía necrófila».

Lo que el sida se llevó (1989). Fotografía de Mario Vivado

La obra de Lemebel gira en torno al empleo del cuerpo como soporte de crítica artística y sociopolítica, asumiendo un compromiso que le llevó incluso a realizar una performance desde el hospital, a pocos días de su muerte por un cáncer de laringe. En su famoso «Manifiesto», deja claro que su compromiso es con el futuro, un futuro que, si bien desde finales de los ochenta ha mejorado bastante, le queda mucho camino por recorrer.

Yo estoy viejo

Y su utopía es para las generaciones futuras

Hay tantos niños que van a nacer

con una alita rota

y yo quiero que vuelen compañero

 

 

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