Abandonar el mundo amando la vida, no querer ser y Aristóteles
Irse. Dar la espalda al mundo y buscar la tranquilidad. Encontrar la soledad. Uno está cansado ya de las malas nuevas del mundo y sus desventuras; de sus retorcidos entresijos y engaños; al final, que la ciénaga que es este, le cubra a uno hasta el cuello con su lodazal, llenándosele el corazón de cieno. ¡Cuán triste es esto! ¡Misericordia pues a aquel que ha tenido que renunciar a la libertad para hallar la paz, mas no pudiendo de ningún modo ser feliz!
¡Abandonar el mundo amando a la vida, qué rocambolesca paradoja la que se suscita en el alma de algunos!
Es una caída dura la que conduce a uno hacia tal foso. Gran dolencia tiene que ser esa para desear no estar donde se debe de estar, es decir, repudiar donde se vive, su ambiente y sus gentes, esto es, no querer ser. Es entonces una cobardía, quizás la más triste de todas. De este modo, es inevitable que Aristóteles aparezca. Él, que vivió el declive y fin de la Grecia clásica, una de las épocas más esplendorosas que el humano ha creado y conoce el peso del mundo, conoce que cegarse de él no es lo conveniente de ninguna manera.
El ser humano según Aristóteles y Ortega y Gasset
Es el ser humano, según Aristóteles, un animal social, por lo cual es pues una criatura cuya naturaleza está ligada al exterior, a sus congéneres y, por tanto, complementa Ortega y Gasset, su circunstancia. Más váyase por partes. Primeramente se ha de entender, aún superficialmente, qué significa que el ser humano necesite de la convivencia con los de su especie. Bien, resulta que el fin último que tienen estos es la mismísima felicidad, ni más ni menos, pero aclarando que esta no se encuentra en lo material, aun tomando ciertos bienes básicos como necesarios. Para este filósofo la felicidad no es tanto un fin como un medio; un camino a seguir, mas siempre hacia a mejor, de ahí a que la tendencia natural de los seres naturales sea actualizarse, mejorarse. Esto se traduce en el ser humano mediante un sistema de gran complejidad, pues es un animal capaz de elegir, capaz de autoconocerse. De esta manera, pese a muchas veces no encontrar el camino exacto entre el amplio abanico de impulsos y obviando así el conocimiento, la felicidad se encuentra en el construirse, el hacerse uno mismo. Es en sí, el movimiento de la vida el del hombre, por lo que requiere de unas medidas, de un reactivo. Esto nos lleva directos al principio, luego es a través de la socialización como el ser humano actualiza sus potencialidades, adquiriendo la experiencia necesaria para tener un conocimiento mayor sobre uno mismo y en parte entonces de la circunstancia en la que vive, apareciéndose Ortega. Hablo aquí de la cultura, por eso retirarse cual ermitaño de esta es no conocerla, no saber qué es uno al no saber que lo que le rodea también es parte de sí, ya que sin la interacción con el mundo el «yo» quedaría casi vacío.
¿Cómo puede el nacido en una sociedad cristiana superar los inconvenientes que le han generado tanto odio si en vez de disponerse a conocer qué es el cristianismo, se lanza a bloquearlo de su vida y declararse ateo sin tener ni siquiera en cuenta que existen otras religiones? La solución está entonces en un punto medio. Es innegable, sin embargo, que el dolor del mundo puede ser muy estridente, mas la respuesta no debe ser odiarlo hasta bien abandonarlo y destruirlo. No, porque eso significaría rendirse, quedarse estancado en una casa a medio hacer la cual podría ser mucho más alta y gruesa; y no porque eso equivaldría a destruirse a uno mismo y acabar en el mismo punto que la primera proposición.
J. R. R. Tolkien y su visión filosófica del mundo
Es en este momento y tras haber explicado lo previo y haber alcanzado una idea, cuando se puede proceder a aplicarla. John Ronald Ruel Tolkien, sí y sin más rodeos. Una persona que, como Aristóteles, vivió una época de declive, más en concreto, la primera mitad del siglo XX, la cual se caracteriza por haber albergado dos de las guerras más crueles que se han vivido en la faz de la tierra, llegando incluso a participar en la primera de ellas. Así pues, partiendo desde esta circunstancia suya, se puede entender su literatura. Tolkien, cabe mencionar, es el padre de la fantasía moderna; el precursor de lo que hoy es un género muy extenso al reinventarlo y separarlo de la tradición cultural como una ficción (aun justificando su creación como el principio del mundo). Sin embargo, lo importante está en su género, la fantasía. Podría de esta manera uno decir en base a lo explicado anteriormente sobre Aristóteles que Tolkien se retiró de la realidad con su literatura como lo hicieron en un pasado los románticos; que deseó por tanto y por lo menos, separarse de la realidad. Puede que así fuese, pero de ningún modo se puede tomar a «Arda» (el mundo creado por este autor) como algo distinto de nuestra realidad y autosuficiente.
En lo bueno y en lo malo, Tolkien reflejó su tiempo en su legendarium. Por ejemplo, territorios como «Mordor» o «La ciénaga de los muertos» están basados en la famosa «tierra de nadie» de la Primera Guerra Mundial que se impregnó de forma pesadillesca en su memoria. De igual forma, su reticencia por la industrialización o, mejor dicho, por la destrucción de la naturaleza, se plasmó mediante el personaje de Saruman y sus ansias de transformar el mundo a base de maquinaria, lo que llevó a la tala del «bosque de Fangorn» y que luego los mismos árboles (mejor dicho: «Ents») se vengaran. Es aquí donde aparece «lo bueno» y el mismísimo quid de la cuestión de este texto: los hobbits. Estas criaturas son una especie de humanos, diferenciándose de estos a primera mano por su estatura, apodándoseles «medianos». Mas su principal distinción va más allá, mucho más allá de lo que el humano es ahora y lo fue en época de este autor británico.
Los hobbits son la felicidad de Tolkien. Su felicidad no como Edén a conseguir, pese a separarlos del mundo exterior y sus males, como si fuera el paraíso (que en parte lo es), sino como estilo de vida a seguir. Estas criaturas son ante todo humildes y amables. No en el sentido de perfección moral, sino que Tolkien humaniza la bondad y la vuelve imperfecta pero enteramente presente. Para los hobbits las fiestas en las que todo el mundo bebe y come como hermanos, los regalos que se hacen por mera amistad sin esperar nada a cambio, el cuidado de la naturaleza que realizan y un largo etcétera es lo que les llena y lo que este autor toma como felicidad. Una que tiene siempre presente las tentaciones y los descuidos, pues pueden robar como los Sacovilla Bolsón y pueden caer en el mal como el mismo Frodo. Al final, es un pueblo entregado a sí mismo, que pese a poder tener sus diferencias, considerará en todo momento la bondad y la humildad como parte inseparable de sí. Haciéndolo, tal y como dice Aristóteles, desde la unidad de un pueblo entero que es capaz de conseguir, a grandes rasgos, estas virtudes matando ese ego humano con una vida tranquila y sosegada en el campo.
Esto expuesto es el culmen del texto aquí presente. Tolkien no rechaza al mundo, o por lo menos no lo hace del todo, sino que lo reinventa y da una lección a su lector. Critica al mundo y da un ejemplo a seguir: los hobbits, seres que pese a no ser quizá del todo humanos, representan lo mejor de este.