[Tartufo, de Molière. Versión y dirección de Ernesto Caballero. Teatro Reina Victoria, Madrid, 1 de septiembre al 14 de noviembre de 2021].
Siempre apetece ir al teatro a ver una nueva versión del Tartufo. Como sucede con pocos autores —con los verdaderamente clásicos—, la obra de Molière aporta a la contemporaneidad claves universales que van más allá de la época en que se represente. El protagonista de la comedia estrenada en 1669 quedó para siempre como arquetipo de la hipocresía, y el Diccionario de la Lengua Española así lo recoge desde 1927, aunque el uso del sustantivo «tartufo» está documentado e inventariado en otros diccionarios desde mediados del siglo XIX. En nuestro caso, se trata de una versión del muy experimentado Ernesto Caballero de las Heras que hace especial hincapié en la contemporaneidad, y para ello recurre a tres expedientes principales.
El primero es la manipulación del personaje de Dorina, interpretado con solvencia por María Rivera. Si ya en el original de Molière la criada es la personificación del coraje y del sentido común, en la versión de Caballero resulta ser además la intérprete del sentido contemporáneo de la obra, que explica a instancias de un Pepe Viyuela que representa el papel de sí mismo en los momentos metateatrales que en el montaje ha insertado el director. Este también ha decidido que, en consonancia con ese papel excepcional y casi oracular, Dorina sea la única que prescinda de hablar en verso —como hacen los demás conforme a la traducción decimonónica del célebre Abate Marchena— para hacerlo en una jerga actual presuntamente juvenil, aunque a veces un poco postiza para cualquier espectador familiarizado con nuestros jóvenes. Será Dorina la que, hacia el cierre de la obra, nos revele que, a día de hoy, tartufos somos todos.
El segundo procedimiento por el que Caballero marca el suelo contemporáneo de este Tartufo es el vestuario. No hay en el montaje traza de las vestimentas del siglo XVII que auguraban las imágenes promocionales de la obra, con Pepe Viyuela tocado con una de esas pelucas empolvadas tan versallescas, por más que sus rulos esta vez estuviesen fabricados con latas vacías de cerveza. El atrezo de época queda limitado a las prendas que cuelgan de los percheros burros que sirven a la escenografía, pero que los actores nunca visten. El vestuario o la falta de vestuario (como en cierto lance en el que se parodian las protestas de Femen) remiten a nuestra época sin más.
Por último, la obra arraiga en nuestra actualidad porque su componente metateatral incide precisamente y de manera explícita en la interesante y sempiterna cuestión de cómo puede un espectador del siglo XXI sentirse apelado por un clásico del XVII. Este asunto, a mi juicio pobremente resuelto en la práctica con el recurso al habla medio cheli de Dorina, a los selfis y a TikTok, se explicita en lo que se refiere a la hipocresía tartufesca con alusiones a los políticos, a las redes sociales, a la televisión, a la publicidad y a la posverdad. Una reflexión sin duda relevante queda un poco devaluada a causa del evidente didactismo de letra gorda que el espectador debe sufrir en el mejor caso con condescendencia, y en el peor con enojo. Caballero debe recordar que el espectador es adulto y que, si no lo es, en todo caso no es misión del teatro abaratar el pensamiento: para eso ya están los políticos, las redes sociales, la televisión, etc. No aprecio un error de enfoque sino, tal vez, un tratamiento alicorto de la materia. Dicho lo cual, también digo que el trabajo global en su Tartufo es muy aceptable y mi sensación es que la entrada quedó suficientemente amortizada.
Lo cual me hace reflexionar que quizá se trate de mí. La lectura de un reciente artículo de Javier Marías sobre la profunda hipocresía de la izquierda española, sobre su política de etiquetas y gestos vistosos, me hace identificar al meapilas de Tartufo con numerosos personajes con nombre y apellidos, pero también con tantos españoles de a pie que, henchidos de religión, dedican sus horas a señalar los vicios de los demás mientras para sí mismos se conforman con las consignas, la neolengua y los aspavientos, porque en sus comportamientos en nada se diferencian de los votantes del PP o de Vox a los que critican. El Tartufo que fustiga la hipocresía de los santurrones está más vigente que nunca en los tiempos del populismo, y tal vez yo quería más sangre, ya que se nos anunciaba una visión contemporánea de ese vicio… Es verdad que quizá no conviene embarrar en exceso los textos de los clásicos pero, en ese caso, también quizá, la didáctica sobra.
La interpretación de Tartufo por un Viyuela contenido pero —como siempre— extraordinariamente versátil sería por sí sola motivo para acudir a la sesión. Lo acompañan Silvia Espigado (Elmira) con elegancia y sobriedad y Paco Déniz (Orgón) con vis cómica pero —se me antoja— escasa entrega. La escena en la que los tres representan la seducción de Tartufo por Elmira como trampa para que Orgón reconozca la verdadera condición del primero es uno de esos grandes momentos del arte dramático. Hay que felicitarse también por la sabia, excelente iluminación de Paco Ariza.
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