Niebla y moscas

Galicia se torna fría con la llegada del otoño. Las lluvias enfrían el paisaje y la niebla se vuelve más profunda. La gente que vive en las lindes de bosques y alamedas sabe que no es buena idea cruzar los caminos cuando se acerca la noche y se alza la niebla. Las viejas fragas se vuelven un lugar temido, y vecinos afirman haber visto fuegos volar entre el crepúsculo y la oscuridad de la noche.

La niebla y los bosques son el hogar de las meigas.

Cuenta un vecino mío que hace algunos años, en su juventud, allá en una aldea olvidada en la provincia de Lugo, vivía él con su mujer. Se habían casado jóvenes y él era labrador y ganadero; mientras que su mujer tenía el oficio de modista.

Este vecino mío vivía en una vieja casona de piedra a las afueras de la aldea, donde un enorme cruceiro de piedra presidía un cruce de caminos que llevaba por medio de un frondoso bosque. Era un lugar tranquilo, y nunca habían tenido problemas con sus vecinos, es más, su mujer, Uxía, era muy apreciada por todos ellos, ya que tenía muy buena mano con los remedios naturales, y todo el mundo le pedía ayuda cuando tenían alguna dolencia. Eso sí, ella a penas comía.

Era un pueblo cercano a la costa, a medio camino entre la ciudad de Lugo y el puerto de San Cibrao. Un lugar muy pequeño que no sale en los mapas hoy en día, pero todo el mundo recuerda lo que pasó.

Un año, poco después del matrimonio de Uxía y mi vecino, Antonio, llegó uno de los otoños más fríos que había visto jamás la gente del lugar. Fue tan frío y la lluvia tan abundante que las cosechas se estropearon y quedaron inservibles. El río llevaba agua como loco y la muela del viejo molino giraba sin parar a pesar de no haber grano que moler.

Ese año las nieblas fueron extrañamente densas, y permanecían todo el día rodeando al pueblo, dando un aura siniestra. Las viejas contaban al calor de las lareiras historias de meigas que vivían en el frondoso bosque que rodeaba el lugar, de espíritus y de demonios. Todas hablaban de lo mismo, de que la niebla era cosa de brujerías, y las malas cosechas eran causa de males de ojo y hechizos malintencionados. Por supuesto, eran cosas de viejas.
Eran cosas de viejas, o eso decían todos, hasta que, al lado de la vieja casona de Antonio y Uxía, allá en el cruce de caminos, donde el cruceiro; apareció exangüe el cuerpo de un peregrino. Las viejas canturreaban en voz baja:

Cal si unha meiga chuchona
a miña sangre bebera
Voume quedando muchiña
como unha rosa que inverna.

La gente, tras ver eso, acudió a esas viejas que sabían más que cualquier cura o párroco estudiado; ya que el miedo corría libre y la niebla no escampaba.

Poco a poco la gente olvidó el incidente, y un par de semanas tras el entierro del desdichado peregrino, ya nadie hablaba del incidente. Con el paso del tiempo el otoño se hizo más frío, y las noches más densas. Los alimentos este año escaseaban, y la gente aprovechaba con cuidado los restos de las cosechas y los restos de las matanzas del año anterior.

Un niño apareció como el peregrino unos días más tarde.

Un bebé recién nacido igual unas semanas después.

Todos bajo ese cruceiro que llevaba al bosque.

Todos rodeados de moscas negras.

Las viejas hablaban de meigas, y no era para menos, ya que la única marca que tenían los cuerpos eran dos marcas en la planta del pie, a parte de la palidez sobrenatural de los cuerpos.

La niebla seguía sin levantarse, y hacía ya semanas que no venía ningún viajero ni mercader para las ferias. La gente se veía más delgada y demacrada por culpa del racionamiento al que tenían que someterse. Todo el pueblo estaba infestado de moscas negras.

Una fría noche de finales de octubre, cerca del día de ánimas, este hombre se levantó sobresaltado. Su mujer seguía durmiendo, pero él decidió, solo sabe Dios el porqué, salir a la calle.

La luz de la luna era muy tenue sin embargo pudo ver con horror cómo dos señoras vestidas todas de negro se saciaban de un niño bajo el maldito cruceiro, dos meigas que, como insectos, sacaban con sus dientes y lengua la sangre de los niños. Por suerte, este vecino mío no hacía oídos sordos a los consejos de viejas y llevaba siempre en su bolsillo el cuerno de una vacaloura y con velocidad se santiguó y se puso a rezar un rosario con el miedo que lo consumía. Sin embargo, el horror le hizo mudo cuando ambas señoronas se giraron al oír la palabra santa, ya que una de ellas se le hizo conocida. Uxía, con la dentadura ensangrentada, le miraba con esa alegría jovial que tenía siempre.

Antonio me cuenta siempre que le pregunto que nunca sabrá que era lo que tenía a su lado en la cama aquella noche, pero que cuando Uxía le miró y se le acercó le dijo suave al oído: «Ay meu rey, a néboa estache pecha, vou ter que marchar»¹. Y con un movimiento de manos se transformaron ambas en unas moscas negras y gordas y se alejaron en la niebla, donde se veían brillar a extrañas luces.

No sabe qué pasó después, ya que se despertó en su cama a la mañana siguiente, y el pobre niño, en el cruce de caminos. Eso sí, nadie volvió a ver a Uxía y la niebla dejó de ser tan densa. Las moscas desaparecieron con Uxía y la otra señora. Aunque las viejas siguen hablando de eso, y cada vez que llega el día de ánimas todos bendicen sus casas y ponen bajo la almohada de los niños un diente de ajo, una hierba de San Juan y una castaña de indias.

Galicia se torna fría con la llegada del otoño. Las lluvias enfrían el paisaje y la niebla se vuelve más profunda. La gente que vive en las lindes de bosques y alamedas sabe que no es buena idea cruzar los caminos cuando se acerca la noche y se alza la niebla. Todos saben que meigas, habelas hailas.

 

¹ «Ay, mi rey, la niebla está muy densa, voy a tener que irme» (traducción propia de esta cita de Rosalía de Castro).

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