Cadenas invisibles

«Es difícil liberar a los necios de las cadenas que veneran».

Voltaire

 

Corrían las heladas. Era diciembre. La lluvia vespertina rompía los haces de luz que nacían desde el este del mundo. Chicago, la ciudad del viento, se erigía entre la niebla del ocaso del año.

El asfalto corría bajo Joe mientras el viento de la madrugada le azotaba la cara, desordenada aún por el reciente sueño. Llevaba toda la semana ansiando la llegada del sábado para hacer el encargo de Tío Toni. En verdad no era su tío, así lo llamaban todos. Mas para el joven Joe bien podría y deseaba que fuese su padre.

El trabajo era sencillo: coger la vieja furgoneta de los Coppola, la familia de Tío Toni, y llevarla a Waukegan, en el norte, donde unos señores recogían lo de dentro. Ningún Edén podría compararse con aquella fantasía. ¿Quién a los 17 hacía de conductor para el empresario más influyente del barrio? Nadie. 

Las casas y edificios, fantasmas para el ojo centrado en la carretera, pasaban como pájaros de colores conforme avanzaba por las intrincadas calles del norte. Paseaba su sonrisa ante el mundo naciente, sintiendo cómo la felicidad le recorría de arriba abajo. Nada más esperaba de aquel cielo en la Tierra. 

El recién nacido sol le golpeaba la cara desde las aguas del sereno lago. Metió cuarta y aceleró para cabalgar con el amanecer. Su mente era clara como el cielo de verano. Ninguna nube de dudas le asolaba, pues el bueno de Tío Toni había hecho de su vida un estío eterno. Una estación de felicidad y concordia, donde cada día parecía ser el reflejo de las fiestas patronales que los Coppola siempre celebraban con el segundo equinoccio del año.

Joe era un buen chico. Recto. Obediente. Bueno. Un vivo espejo de las ilusiones de sus padres. De sus dichos. De sus leyes. Adornado ahora con la corona del hombre en el que se había convertido, postrando sus honorables servicios al sagrado Tío Toni.

Su vida era una estatua de diamante. Estable, dura, si bien frágil…

Aminoró la carrera, alcanzando los primeros carteles que indican que estaba en Waukegan. Su destino: un viejo almacén no muy distante de la autopista que conectaba a la pequeña ciudad con la imponente y ominosa Chicago. Giró en el cruce del viejo árbol, donde un inmenso roble se levantaba aún orgulloso, a pesar de su edad. Los almacenes quedaban a pocos metros, igual que poco le quedaba para acabar el viaje que tanto había esperado.

—Una, dos —pronunció como palabras malditas en silencio, contando los almacenes para no perderse.

Redujo la presión del acelerador acercándose al tercer edificio de gris sobrio.

—Tres —dijo al fin, llenándose con el éxito de los héroes de antaño al vencer al enemigo. Una tormenta estalló de repente.

Metal contra metal. Truenos contra silencio. Las metralletas se convirtieron en las trompetas de la orquesta. Una funesta, cuya patrona era la muerte. 

La furgoneta descarriló, golpeando el almacén. El humo de la máquina rota se mezclaba con la niebla. Muerte y vida se entrelazaban con un destino difuso. 

La tormenta dejó paso a un silencio aún más ruidoso. Joe suspiró entrecortadamente cuestionándose si no era más que un muerto. No sentía más allá del pavor que lo libraba de cualquier sensación corporal. ¿Estaba muerto? Tocándose a ciegas descubrió que no lo estaba. Daba gracias a Dios. Sin embargo, aún escuchaba las balas zumbando en su oído. Metal contra metal. Silencio contra tormenta.

Gritó. Si seguía ahí puede que sí acabase lamentándolo, si es que vivía para hacerlo. Se arrastró hacia el asfalto abriendo cuidadosamente la puerta. El silencio era abrumador. Como una tortuga recién nacida, arrastró su joven existencia hacia la vida. Nada se escuchaba salvo su respiración cargada de terror.

¿Por qué? Se descubrió pensando. Por primera vez una pregunta así lo asolaba reduciendo su mente a cenizas. Todo estaba patas arriba. ¿Por qué?

Llegó a la parte trasera del almacén. Tomó aire, sintiendo la vida entrando por sus pulmones. Volvió a tocarse. Vivía. Temeroso de encontrarse con los abismales ojos de la muerte, corrió.

Las calles corrían grises por los ojos de Joe. ¿Cómo le había escurrido el color al mundo? ¿Qué había sido de aquella gloriosa mañana? 

¿Por qué?

Ni el tiempo tenía sentido ya. Seguía atrapado en ese teatro lúgubre y tenebroso en el que la orquesta del mismísimo Satanás tocaba su mejor función. Única y exclusivamente de él.

¿Por qué?

Sentía el dolor por debajo de la muralla de tormenta que envolvía sus emociones. Sentía como las piernas se le engarrotaban y los pulmones gritaban a falta de la suficiente sangre para mantenerlos cuerdos. Sí, eso era dolor. Pero mejor sentir eso que el abrazo de la muerte. Tenía que seguir corriendo. No debía parar. No podía parar.

Tío Toni, sí. Él le salvaría. Él podría soplar con la fuerza del viento para dispersar la tormenta. Él era capaz de todo. Sí, seguro que vendría y lo salvaría de las trompetas. Él siempre lo sacaba de cualquier aprieto. Él… él bien podría ser Dios, sí… Dios.

Otra trompeta sonó a su izquierda, seguida de una rápida sacudida del aire. Mas era una trompeta viva…una trompeta de Dios. ¿Dónde estaba?

Una calle se aclaró antes sus ojos. Otro coche volvió pitar ante su presencia, junto con un grito de ira. Aquello… el ruido de los coches, de las personas, estaba en el Reino de la Vida. Todo había quedado atrás. Sí, estaba a salvo. Había corrido como si a sus espaldas galoparan los mismísimos jinetes del apocalipsis. Cosa que quizás había ocurrido.

Miró alrededor, desorientado por todo. La cabeza le daba vueltas, enmarañada de dudas. ¿Por qué? No dejaba de repetirse.

Puede que estuviese a salvo. Pero ¿hasta cuándo? Nada le aseguraba que la parca fuese a visitar su casa un día de estos para meterle un tiro entre ceja y ceja. Nada se lo aseguraba…

Un número, el trece, le hizo ver el camino. Abrió los ojos como si hubiese visto al mismísimo Dios en vida. Él lo había guiado a través de sus senderos de gloria hasta su venerado Tío Toni. Esa era su casa.

No supo bien la razón, pero se santiguó. Mas no entró. No aún. Los sentidos y la razón le volvieron parcialmente, pues recordó a su padre: avisa siempre a la policía cada vez que pase algo malo, hijo. Sí, tenía que ser buen chico. No, no. Un chico no, un hombre. Debía actuar como se debía y ser un buen ciudadano. Satanás no debía de ir paseándose por la ciudad así porque sí. De ese modo, se acercó a la cabina más próxima y los avisó. Ahora tocaba hacerlo con Tío Toni. 

Un pequeño despacho hacía de escenario para la tragedia: Joe lloraba, desbordando la tensión que había acumulado. Casi había muerto… casi…

—Tranquilo, chico, ¿me oyes? —dijo la acentuada voz de Tío Toni, sentado tranquilamente en su escritorio. 

—Lo siento. Yo no…

—Ey, ey, no es tu culpa —dijo tranquilamente fundiéndose con el humo de un puro. 

Tenía razón. Su voz, caliente como el abrazo de una madre, lo calmó. Estaba a salvo. Detrás, los hombres de Tío Toni, ángeles de Dios, lo guardaban. Mas la inquietud los abordaba… ¿Por qué?

—Tío Toni lo tiene todo controlado, ¿vale? —Joe asintió, al tiempo que se secaba las lágrimas. Aquello no había sido masculino. Desde luego que no, pero Tío Toni lo entendería, él había visto hasta a los hombres más valientes llorar en la Gran Guerra —Vete a tu casa, anda, hijo.

Joe se levantó dándole las gracias como mejor pudo. Sin embargo, no quería salir de ahí: la casa del Padre protegida por los ángeles y auspiciada por Tío Toni… Dios. 

—Espera, ¿hablaste con alguien? —le preguntó Tío Toni desde atrás.

Joe dio media vuelta, girando torpemente sobre sus pies como un polluelo recién nacido.

—Yo… solo avisé a la policía.

El silencio volvió a escurrirse por sus oídos, profanando la tranquilidad. Un silencio cargado de murmullos desde su espalda. Los ángeles de Dios hablaban… y parecían preocupados. Mas preocupados no era la palabra. Aquello era… ¿rabia?

—Mierda… —susurró Tío Toni apagando con fuerza el puro—. ¿Les diste la ubicación?

¿Qué estaba pasado? Había hecho algo malo, ¿verdad?

—Sí-sí, claro.

Las cadenas le apretaron haciéndose notar por primera vez. Con cada «por qué» se ceñían más y más a su piel, dejándole saber dónde estaba en verdad. ¿Cuál era el sentido de todo aquello? ¿Su felicidad no había sido más que una pantomima? Ya era tarde para esa verdad. Había llegado demasiados años tarde. Había sido un esclavo y nunca lo había sabido. Un títere que ahora no servía para nada, pues él mismo se había cortado las cuerdas con esa llamada. ¿Por qué le dolían tanto esos recuerdos que una vez le habían hecho feliz? ¿Por qué?

—Joder, muchacho. ¿Por qué? —gritó rompiendo las verdades de toda una vida— Lo siento. Hacedlo, vamos.

Sus ojos se volvieron pozos negros. Un frío metal se acercó a su nuca. Tan frío como la muerte que lo abrazó. 

Metal contra carne. Los dioses también matan.

Antonio Matínez

Segundo ganador del I Concurso de Relatos Solidario de En plan culto y Libreando Club

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