Comienza un nuevo día y, otra vez, vuelvo a levantarme famélico y con ganas de engullir todo cuanto encuentre a mi paso. Sin embargo, no es mi estómago únicamente el que ruge cual león en busca de alimento, sino también mi cerebro, ese pozo sin fondo que jamás ve su sed de conocimiento calmada.
Como cualquier mortal que procura cubrir toda necesidad de su existencia, comienzo a preparar un buen desayuno que complazca tanto a mi estómago como a mi cerebro. Por supuesto, no conviene un desayuno frugal o copioso, sino que, como dijo aquel, la virtud está en el término medio, así que empecemos. Uno de los alimentos más comunes en el desayuno es, indeleblemente, la leche; y no es de extrañar, ya que, según la mitología clásica, todo nuestro universo tuvo origen de la leche derramada de los pechos de la diosa Hera cuando el entonces pequeño Hércules intentó mamar de aquella leche divina (de ahí que existamos en la «Vía Láctea»). Y aprovechando que ha salido a colación la mitología clásica, resulta indispensable incluir granadas, la fruta de los muertos con la que Hades consiguió raptar a Perséfone y condenarla a vivir en el inframundo, so pena de provocar la ira de Zeus y el llanto de su madre, Deméter (diosa de la agricultura). Sin embargo, para resolver el problema, el todopoderoso Zeus decretó que Perséfone pasaría seis meses al año con su madre y los otros seis en el inframundo, dando lugar a las estaciones que actualmente conocemos, pues, mientras Perséfone esté en el Tártaro, Deméter llora (hecho conocido como lluvia) y cesa la actividad agrícola (invierno y otoño); y, mientras esté con su madre, la agricultura prospera y su llanto (las lluvias) cesa (verano y primavera).
Y a quién no le apetece de vez en cuando comer unas cuantas cerezas, cuya simbología se corresponde con la fertilidad y la sexualidad (símbolo del que hacen uso unas cuantas discotecas autóctonas); o unas fresas, estandarte de Venus (diosa del amor), la pureza y la pasión; o también del renacimiento y la esperanza, tal y como nos mostró Bergman en su sublime filme Fresas salvajes; o, en última instancia, unas ricas uvas, que nos recuerden a la magistral novela de John Steinbeck llamada Las uvas de la ira o al hedonismo que profesa, como buen dionisiaco, este autor en honor al dios Baco. ¿O qué mejor ingrediente para acompañar a unas tostadas que las latas de tomate Campbell, de nuestro querido Andy Warhol?
No obstante, dejando a un lado todo este batiburrillo de sabores, opto por tomarme apaciblemente una simple naranja. La parto en dos y entonces reparo en que tengo dos medias naranjas. ¿Qué fácil encuentra uno su media naranja, verdad? No corrió la misma suerte otro actor de cuyo nombre no quiero acordarme, protagonista de la magnánima obra titulada La naranja mecánica. Sin embargo, en mi opinión, el alimento y la fruta más nutritiva por antonomasia y la que mayor número de apariciones ostenta en nuestra sociedad es la manzana.
Ya desde el comienzo de los tiempos, desde el punto de vista cristiano, en el Génesis, ya podemos encontrar la imagen de la manzana como símbolo del conocimiento, del bien y del mal (encontramos una especie de alegoría sobre este hecho en Blancanieves, de los hermanos Grimm). Más adelante, vuelve a estar presente en otro mito muy conocido de la ciencia: cuando Isaac Newton comienza a investigar lo que resultaría ser la ley de la gravitación universal gracias a una manzana que le cayó de un manzano. En tiempos más ominosos, en la Segunda Guerra Mundial, Alan Turing, cuya aportación al bando aliado resultó crucial para descifrar las comunicaciones secretas del ejército alemán, dos años después de su encarcelamiento por su orientación sexual, dio un bocado a una manzana envenenada con cianuro, lo cual provocó su defunción. Por último, destacaría en el mundo moderno el impacto de la manzana bajo el dominio de una marca archiconocida por todos: Apple. Si bien hay un sinfín de teorías ligadas al uso de la manzana como logo de la compañía, me gustaría resaltar ávida y sucintamente las tres que son más susceptibles de ser posibles, ordenadas de menor a mayor verosimilitud.
La primera de ellas podría ser debido a una de las bandas más influyentes de la historia, los Beatles. Bien es sabido que el cuarteto de Liverpool utilizó como logo de su compañía discográfica, Apple Corps, el nombre y logo de la manzana. La segunda estaría ligada al ya mencionado (por lo que no entramos en más detalles) Alan Turing, cuyo papel decisivo en la Segunda Guerra Mundial fue alabado en numerosas ocasiones por Steve Jobs. En tercer y último lugar, la teoría más jugosa, suculenta y morbosa de todas y la favorita, en opinión del autor de este artículo, es la declaración de intenciones que planeó Apple desde el principio. Sus propósitos radicaban en la creación de una marca capaz de formar una «neorreligión», de ahí que se utilice el logo de la manzana (aquella que desterró del Edén a Adán y Eva). ¿Y el mordisco? El mordisco no simboliza sino la intención de retar un pulso a Dios para demostrarle que ellos son capaces de contravenir Su voluntad, sin ser desterrados. Resulta oportuno sacar a relucir el hecho de que las tecnologías han estado adentrándose progresivamente en mayor medida en nuestras vidas, hasta el punto de conformar una extremidad más de nuestro cuerpo. Además, no hemos de olvidar tampoco el séquito que conforman todos esos seguidores acérrimos (que roza el paroxismo de la esclavitud moderna) de Apple, que semejan estar profesando una auténtica religión hacia la tecnología, en este caso.
Dicho lo cual, podría nombrar más alimentos ad infinitum, mas con el estómago y el cerebro saciados, resulta interesante detenerse un instante a observar dos conclusiones clave que derivan de este artículo:
La primera de ellas corresponde a cómo nos pasamos los días procurando alimentar exclusivamente a nuestro cuerpo, en detrimento de nuestra mente, también hambrienta (de conocimiento). Aprovecho para sacar a relucir la expresión latina mens sana in corpore sano y para rescatar lo dicho anteriormente: «La virtud está en el término medio».
La segunda consiste en observar hasta qué punto nos vemos condicionados por nuestra cultura. Pareciera que, de hecho, todo cuanto nos rodea esté influenciado por esta, incluso todo aquello que nos llevamos a la boca (como hemos visto en este caso); o pareciera, incluso, que, adoptando un talante más pesimista, nos veamos controlados por nuestra propia cultura. Dicho en otras palabras y si se me permite la comparación, pareciera que nuestro pensamiento está atrapado en la telaraña que ha tejido nuestra cultura a lo largo de la historia.