No ha mucho, hallábame, por recomendación de una gran amiga, ensimismado en una obra un tanto peculiar, llamada La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, de Santiago Posteguillo, que, sin intención propagandística, recomiendo muy encarecidamente. Esta obra, a modo de resumen, sirve al lector como anecdotario que da cuenta de las curiosidades y peculiaridades que llevan consigo algunas de las obras clásicas de la literatura universal, entre ellas Crimen y castigo, Sherlock Holmes, El Quijote, El conde de Montecristo, El principito… Lo que me llamó, no obstante, sobremanera la atención no fue únicamente un capítulo del libro, sino varios en los que el autor se mostraba efusivamente agradecido de que, a causa de meras casualidades y contingencias acaecidas en el pasado, podamos disfrutar de numerosas obras maestras en el presente, a las que denominamos con el epíteto «clásicos».
A fin de ejemplificar lo mencionado anteriormente, procedo a exponer una serie de casos en los que, por azares propicios del destino, algunas obras vivieron un sino favorable (aun cuando también podrían haber corrido otra suerte más hostil).
En primer lugar, encontramos el caso de Jane Austen, autora de la archiconocida novela Orgullo y prejuicio, que tanto prestigio le confirió. Sin embargo, lo cierto es que Austen, en el momento de publicar su obra, hubo de lidiar con varias negativas de las editoriales de entonces por considerar a su novela de un carácter «poco maduro» y, mayoritariamente, por la naturaleza sexual de la autora. De hecho, tuvo que ser su hermano quien, en primera instancia, presentara, tras catorce años de vanos intentos, la obra a la editorial que finalmente acabó accediendo y reconociendo la maestría tanto de la obra como de la autora. Como curiosidad, algo parecido también le ocurrió a J. K. Rowling, autora de la mundialmente conocida saga de Harry Potter (en este caso es inexcusable utilizar la justificación de la época, puesto que se trata de una saga coetánea), pero esa es otra historia.
Otro curioso caso compete al americano Raymond Chandler, autor de prestigio y renombre en el ámbito de la novela negra y creador del célebre detective Philip Marlowe. Sin embargo, antes de subir al cielo reservado a los literatos, tuvo que sobrevivir a uno de los peores infiernos mundanos: la Primera Guerra Mundial. Extraordinariamente, fue en una de las trincheras de la Gran Guerra donde muchas de sus obras legendarias comenzaron a gestarse, mas no sería hasta unas décadas después que el mundo pudo complacerse con uno de los autores más ilustres del género. Resulta, por desgracia, desalentador que una bala disparada con más precisión o una granada arrojada en el lugar exacto nos hubieran privado de algunas de las celebérrimas obras de la novela criminal.
Como último ejemplo, ilustraremos el que probablemente sea el más extendido de los presentes: el del autor checo Franz Kafka. Como no puede ser de otra forma, Kafka es, lógicamente, el paradigma de lo kafkiano; con lo cual, no sorprende que durante sus últimos meses de vida implorase a sus seres más íntimos que quemasen todos sus escritos (un buen puñado de ellos, por cierto). Uno de sus mejores amigos, Max, tras leerlos detenidamente, concluyó que sus relatos resultaban tan originales y socialmente demoledores que hubo de contravenir la decisión de su amigo y no solo rehusó quemarlos, sino que acabó publicándolos. No obstante, su otra confidente (más íntima), no actuó de forma tan resoluta, pues, aunque tampoco acató la orden de quemar los libros, jamás los publicó. Años más tarde, tras convertirse esta en una de las personas más buscadas por el régimen nazi, fue encarcelada y la Gestapo confiscó los escritos de Kafka, siendo hasta el día de hoy una incógnita el paradero de estos.
Tras esto, imagino que sí, que, efectivamente, hemos tenido mucha suerte al poder conservar algunas de las obras cumbre de la historia e imagino, además, que se trata de un excelente motivo de celebración. Sin embargo, no es esto, a mi juicio, una ocasión de celebración, sino de luto; pues me entristece imaginar dónde quedarán todas aquellas obras maestras que jamás vieron la luz, ya que ¿quién sabe cuántas mujeres perdieron la oportunidad, como Austen, de publicar una obra magistral debido al criterio sesgado de las editoriales de la época? ¿Quién sabe qué cantidad de ideas, obras, historias o planes habrán quedado ya olvidados no solo en aquellas trincheras en las alguna vez moró Raymond Chandler, sino en todos los terrenos en los que se libró guerra alguna? ¿Quién sabe cuántas ideas u obras exterminaron todos los regímenes totalitarios y su censura además de los escritos jamás encontrados de Kafka?
Por ello, aunque sea en vano y esperando que algún día aprendamos de nuestros errores, hoy y siempre rindo y rendiré un pequeño homenaje a las grandes obras de la humanidad de las que se nos privó debido a las más viles infamias perpetradas por la humanidad.