Planteemos una reflexión acerca del artista como sujeto que se proyecta junto con su producción a lo largo del tiempo. Una buena mañana este sujeto, artista en potencia, como todos, se despierta con energía y decide ponerse manos a la obra con un instinto creador que venía rumiando en su cabeza desde hace un tiempo. Se sienta y escribe. Tal vez se sienta y dibuja algo. Su primer poema. Su primer dibujo. Se fascina ante lo creado. También le horroriza. El salto entre su representación mental de la creación y la creación en sí es demasiado amplio, la idea se muestra casi irreconocible. Ha vivido el primer episodio de frustración, elemento indisociable de la actividad creadora. Nuestra época gestiona mal la frustración, pues estamos acostumbrados a la inmediatez de resultados. Pulso un botón y obtengo lo que quiero. Esta naturaleza de la cultura de masas es absolutamente antagónica a la creación artística. La producción creadora es, como hemos mencionado ya, una entidad que se estira en el tiempo; es un proceso que no podemos acelerar por lo que la sensación de frustración se ve redoblada.
«A la edad de 50, había producido un gran número de dibujos. Con todo, ninguno tuvo un verdadero mérito hasta la edad de 70. A los 73, finalmente, aprendí algo sobre la verdadera forma de las cosas, pájaros, animales, insectos, peces, hierbas o árboles. Por lo tanto, a la edad de 80 habré hecho un cierto progreso. A los 90 habré penetrado el significado más profundo del mundo. A los 100 habré llegado finalmente a un nivel excepcional. Y a los 110, cada punto y cada línea de mis dibujos poseerán vida propia».
Las ideas expresadas aquí por Katsushika Hokusai son una aproximación a la naturaleza del proceso de creación. La enumeración que hace es sin duda hiperbólica: ni con 50 años estaba tan lejos de la maestría ni con 110 habría alcanzado cotas tan altas. Pero la reflexión a la que invitan es pertinente. El artista tiene que poseer una condición de trabajo abnegado, que le permita establecer una relación intíma con su medio de expresión. Debe hacer oídos sordos al ritmo vertiginoso que le impone su realidad exterior y trabajar en silencio. Crear es esencialmente una actividad solitaria aunque más tarde podamos proyectar nuestra obra hacia afuera, en busca de una valoración ajena, de una segunda mirada que no esté tan cerca como nosotros de lo creado.
Aquel o aquella que se embarque en un proceso de estas características debe ser realista: la producción artística en estos tiempos es casi un milagro. No porque se haya acabado las formas de expresión posibles, sino porque las condiciones materiales actuales no permiten ese tiempo reposado que es condición de posibilidad para la creación. Porque poder sentarse a escribir un poema o a dibujar tiene un requisito previo: que el artista tenga algo que llevarse a la boca al final del día. Si la propia supervivencia no está garantizada y el tiempo libre es un sueño de estudiante entonces la cultura está sentenciada.
Dos ideas por tanto resumen lo visto anteriormente: la imposibilidad de acelerar el proceso de creación que posee sus propios ritmos y forma más bien una línea discontinua con momentos de frustración unidos a otros de gran avance; por otro lado, la necesidad de un soporte material del ocio, del tiempo sin la punzante necesidad de productividad que envenena todos los ámbitos de la vida. Estas dos ideas chocan porque la ausencia de la segunda llega a incapacitar a la primera en la mayoría de los casos. En un sentido más amplio podemos decir que la tarea es ampliar el espacio en el que ese tiempo reposado, propio de las escuelas, de los centros culturales, de los museos, deviene posible.