Umberto Eco (Italia, 1932) dirigió entre 2004 y 2007 la edición de dos libros peculiares. El primero se llamaba Historia de la belleza y el segundo, par inevitable, lo tituló Historia de la fealdad. Cada libro analiza la evolución de estas dos nociones en su desarrollo histórico; las distintas representaciones de lo que cada época consideraba armónico, deseable, proporcionado y aquello que sancionaba como horrible, grotesco o estremecedor. Ya llevamos suficientes líneas como para hacernos la siguiente pregunta: ¿qué libro recoge el espíritu de lo humano de una forma más acertada? ¿Qué libro nos interpela de una manera más directa? Ambos hablan de la condición humana aunque recorran caminos diferentes.
Por un lado, en lo considerado como bello se han refugiado todos los anhelos de perfección y simetría del ser humano. Decimos «refugiado» porque la realidad será siempre demasiado irregular para encajar en esos ideales. La obra de arte permite, al tiempo que revela su naturaleza «inhumana», fijar aquello que está en continua transformación. Pero un refugiado, palabra con una sangrante actualidad, siempre está huyendo de algo. En este caso, ese ideal de belleza escapa constantemente de su contrario, lo feo, que vive recordándole su verdadera condición imperfecta.
Un impulso nos llevó a investigar esta Historia de la fealdad con más detenimiento con la intuición de que, tras la representación de lo indeseable, se escondía la verdadera identidad humana con todos sus miedos e inseguridades.
En lo feo se agolpan desordenados aquellos que sufren la dictadura de la simetría. Conforman, dicho sea de paso, la amplia mayoría de seres en la historia. Si aparecen representados es solo para encarnar los vicios, la maldad o directamente al diablo en persona. Este intento por ocultar millones y millones de cuerpos detrás de un enorme lienzo se prolonga a la actualidad en la que seguimos sin reconocer el paso del tiempo, la fragilidad y la enfermedad, como aspectos ineludibles de la naturaleza de la que formamos parte, aunque insistamos en negar este parentesco.
La realidad escondida tras este velo era tan brutal que a partir del S.XIX saltó por los aires, en lo que el autor denomina la redención romántica de lo feo. Nunca la historia del arte había conocido una exaltación de semejantes dimensiones de lo informe, las formas grotescas y tenebrosas que salieron por fin a la luz dispuestos a reclamar sus derechos. Esta tendencia tuvo que producirse de manera pareja a un cambio en los intereses estéticos de la época: todas estas criaturas causaban una extraña mezcla entre pavor y satisfacción, similar a la que podemos experimentar al leer una novela de terror.
Lo andado en este siglo XIX sería irreversible. Mientras algunos autores exploraban la deformación física de sus personajes (el libro analiza algunos como Quasimodo o Gwynplaine, ambos de Victor Hugo y también la criatura de Frankenstein de Mary Shelley que como Quasimodo está por su aspecto condenado al ostracismo) otros como Poe, Wilde o Dostoyevsky exploraron los miedos interiores, la miseria moral que se escondía tras las mentes de una generación cuyos antecesores habían dado carta de divinidad a la razón.
Más allá de las implicaciones estéticas de la cuestión, nos interesa insistir en el criterio segregador que comentábamos anteriormente con relación a los cuerpos que, por motivos arbitrarios, elegidos cada época, ocupan un escalón inferior al resto de las personas. Hasta la modernidad hemos visto cómo las taras físicas o simplemente las peculiaridades eran causa mayor para condenar a alguien al desprecio colectivo. Pero existía ya un factor, primero contable en posesiones o riquezas y, más tarde, propiamente en dinero, que como un velo mágico actuaba haciendo desaparecer esas diferencias. Los nobles, ya desfigurados por sus sedentarias vidas o por generaciones y generaciones de matrimonios intrafamiliares, aparecían respetables y eran objeto de todo tipo de elogios. El dinero ocultaba todas sus carencias.
Pensemos esta situación en la actualidad. El dinero en grandes cantidades diluye los rasgos de nacionalidad, origen y aspecto. Las fronteras solo existen para las guerras y para los pobres. Es tan grande el poder del dinero que pudo, en lo que supuso una derrota fatal para el futuro del resto de los mortales, someter a las leyes hasta el punto de que hoy no se lleva a cabo ninguna reforma profunda de la legislación sin el beneplácito de organismos como, en el caso de España, la CEOE.
El objetivo que perseguimos es, evidentemente, eliminar todas estas condiciones, todos estos rasgos que la sociedad actual considera relevantes, como lo son el aspecto físico o el dinero que alguien posee. Que el origen, el género, la raza, la condición socioeconómica sean irrelevantes es la meta que debemos tener siempre presente en nuestro horizonte político.