Si a día de hoy le preguntásemos a un estudiante cualquiera que resumiese con el menor número posible de palabras, como si de un esqueleto se tratase, la historia del pensamiento humano, la filosofía, si se prefiere (entendiéndose en comunión a la literatura, pues no puede ser de otra forma); no me cabe la menor duda de que este nos elaboraría una lista de nombres que a todos nos serían familiares, al menos en cuanto lo que a nombre se refiere, y sin duda esta lista vendría a casar con bastante afinidad con lo que tradicionalmente hemos venido llamando canon.
Si bien la oralidad tiene su utilidad, la historia queda reflejada y entendida a través de la palabra, vaya, que es cosa de libros, o como dice Miguel de Unamuno en Niebla, «¿Es que antes de haber libros en una u otra forma, antes de haber relatos, de haber palabra, de haber pensamiento, había algo? ¿Y es que después de acabarse el pensamiento quedará algo? ¡Cosas de libros! ¿Y quién no es cosa de libros?» (135-36), y aquí creo conveniente remarcar ese último «quién», pues, al fin y al cabo, la historia define nuestro pasado, pero también nuestro punto de partida, nuestro sustrato, y, si el canon es el reducto que se facilita y se hace asimilar como sustrato, es evidente que la sociedad está siendo deformada.
El sesgo de este enfoque de estudio del pasado ha sido puesto de manifiesto en los últimos tiempos, y no hay más que ver la carencia de mujeres en el canon literario, como pueden ser: Lucía Berlín, Elena Garro, Willa Cather, Concha Espina o Gloria Fuertes, entre otras. Pero vayamos más allá, en los últimos cincuenta años el Premio Nobel de literatura tan solo ha sido entregado a una persona negra (Wole Soyinka), dejando en el olvido a eminencias como Aimé Césaire, Nuruddin Farah o Léopold Sédar Senghor, que, por supuesto, serán escasos los lectores que los conozcan, porque ya se sabe que, hecho el canon, hecha el aula y la educación, es una forma de postergación de lo que se decide que es relevante y de interés para ser preservado en el imaginarium colectivo.
Si nos aventurásemos, en última instancia, en el campo de las ideologías, sean estas o no representadas en el texto literario, el resultado sería poco menos que abrumador, engendrando nuestra búsqueda a un hijo silenciado, o más bien a un padre, un padre relegado de sus funciones por ser este considerado poco propicio para el bienestar del que está por venir. Un bienestar poco menos que impuesto y que no logra sus objetivos, pues queda visto que en el transcurso del tiempo nos sentimos huérfanos, y es ese sentir el que nos induce a buscar y reencontrarnos con el auténtico pasado.
Si como hemos visto, esto ocurre con el pasado, el presente no ha de ser más esperanzador, porque el hecho de que exista una fructuosa creación literaria que ponga de manifiesto a través de ensayos, críticas, manifiestos o incluso de la propia ficción, mediante el contexto social, no garantiza su salto a la educación, ni tan siquiera su pervivencia. Parece ser que el literato, ese individuo que tradicionalmente escogió las obras más relevantes de su tiempo, no por ser las más leídas e idiosincrásicas de tal sociedad, sino por responder a unas formas, técnicas o quizá a ciertas inclinaciones subjetivas, tiene en sus manos el poder de dar voz y voto a las realidades sociales que se agitan, a reflejar en el espejo de la educación, el sentir real de los pueblos que lo habitan y no meramente el de unos pocos. Mario Benedetti escribía en 1987 que «saber a qué sitio se pertenece no implica la exigencia de vivir en ese sitio, pero habilita en cambio inmejorablemente para comprender a quienes viven dondequiera» (51). Si queremos comprendernos a nosotros mismos y que nos comprendan, deberemos no solo seguir expresando nuestras voces en alto, sino leyendo y consumiendo la literatura de otros, el pensamiento de otros, hasta que sea innegable a ojos de cualquier estadista que el reflejo de la sociedad a veces no está en el espejo en el que solemos mirar, deformado, sino en uno más apartado y escondido, que trataremos de enseñar al mundo.