Poca gente conoce
o desea conocer
lo difícil que es hallar de madrugada una esperanza.
Es imposible de decir,
imposible de relatar sin los ojos llenos
de suaves lágrimas
que surcan las mejillas coloradas
de alguien quien, en silencio,
observa callado como si
de un arcoíris de sangre se tratase
al amanecer que despunta
al final de la autovía,
que asemeja una cadena que
ciñe al mundo,
al igual que las palabras malditas
ciñen con fuerza
el alma y el corazón de quien solo se atreve a llorar,
porque su voz se ha quedado muda.
Es imposible de decir,
imposible de poner por escrito
aquella dureza que se encalla en nuestro corazón
y no nos deja confiar
ni en aquellos a los que amamos,
pues como ardiente gasolina nos queman los sentidos
las palabras, quizá mentiras,
de quien, queriendo, o sin saberlo
nos rompió
en pedazos
que ya jamás volverán a juntarse.
Es imposible de decir,
imposible de transmitir el dolor fantasmal
que causan los acordes de tu voz
o las mal oídas palabras
de una canción que en voz baja,
por miedo a que nos descubran,
escuchamos de madrugada y
que hacen, sin pretenderlo,
que nuestros rostros estén brillantes,
cubiertos en el icor divino
que mana de las heridas de Ezis.
Y mientras intentamos enterrar
nuestro húmedo rostro entre
las almohadas de nuestra cama
o entre nuestras manos,
rompemos nuestra alma aún más
en un silencioso grito,
en una plegaria muda
que busca a tientas
cualquier forma de aliviar nuestro dolor,
pero no es capaz de encontrarla
y con pena,
o quizá con un dolor callado,
todo el panteón nocturno
es testigo de nuestra humilde vergüenza.
Es imposible de decir,
imposible de hacer saber a nuestro alrededor
lo mísero de una noche larga,
oscura y sin descanso,
donde, como única confidente, está la luz de la luna
y como único consuelo,
la llegada del alba y su tenue luz,
que aleja de nuestra cabeza
el acecho de la muerte.
Es imposible de decir la dureza de estos actos
y el sentimiento de roto,
de ser un ente vacío,
que acompaña a los nuevos días.