Ya sin remontarnos al latín y todo lo que supuso a nivel cultural, las lenguas han estado siempre como vehículos de transmisión cultural y de identificación nacional de una manera general. La mayoría de los movimientos nacionalistas que hay hoy en día y que hemos estudiado en alguna asignatura de historia ponen la defensa de la lengua propia como una de sus premisas principales.
Muchas veces la gente de zonas bilingües como Galicia, Cataluña o el País Vasco han estudiado dentro de la asignatura de la lengua correspondiente algún tema de sociolingüística. En estos temas hemos podido ver cómo las lenguas que estaban dentro de la península, sin ser el español, han intentado alcanzar una normativización hasta el día de hoy. Sin embargo, la situación de diglosia de algunas de estas lenguas sigue poniéndolas en un estrato inferior al español (es el caso de la lengua gallega, por poner un ejemplo).
Estas lenguas vernáculas, no solamente las de la Península Ibérica, siempre han servido como transmisores de cultura y de idiosincrasia y la perdida de esto supone la desaparición de literatura, música, arte…
Algo similar a eso ocurrió en Francia tras la revolución de 1789 y varios regímenes republicanos: la única lengua enseñada, el idioma que usan los órganos de administración y los medios de comunicación, es el francés. Todas las lenguas, como el bretón, el occitano, el criollo, etc., fueron desplazadas de alguna forma. Por este motivo, mucha de la cultura que iba implícita en estos idiomas ha muerto, sobre todo con la pérdida de los ancianos (principales hablantes de estas lenguas y transmisores de las tradiciones). Este fenómeno es conocido como «genocidio cultural».
El occitano, lengua hablada en la mitad sur de Francia y a día de hoy casi extinta, por poner un ejemplo, ha perdido en menos de 20 años a una gran cantidad de sus hablantes. Según las cifras de Le site institutionnel de la région Aquitaine, la cifra en 2001 era de 1 900 000 hablantes y descendió a 700 000 en 2018.
Lo mismo pasó en Inglaterra: tras el alzamiento jacobita de 1745, el gaélico fue definitivamente suprimido en Escocia, a pesar de ser ilegal por mandato de la corona desde 1616. Y pese a que un 68% de los habitantes de las islas orientales hablan esta lengua con fluidez a día de hoy, solo un 0,8% la habla en la mainland. Mike Rusell, miembro del Partido Nacionalista Escocés, dijo que «para hablar sin rodeos, hay más hablantes de gaélico muriendo que naciendo o estudiándolo; si esto continúa, la lengua desaparecerá pronto». (Kristy Scott; The Guardian, 2003)
La misma situación se esta dando con el gallego, a pesar de ser una de las más habladas en el territorio español, pues 8 de cada 10 adultos la reconocen como su lengua materna. Según la Real Academia Gallega, «debido a la pérdida de transmisión familiar y a la insuficiencia de las medidas normalizadoras, el gallego sigue siendo todavía la lengua habitual del 40% de los habitantes de Galicia, mientras que el otro 35% habla de manera indistinta gallego o castellano en función de las circunstancias. Las estadísticas también indican que el 98% de los gallegos entiende sin dificultad el gallego; esto es, tiene un conocimiento pasivo que se podría activar si se introdujesen medidas claras que favorecieran su uso». (Real Academia Galega [RAG], 2004)
A pesar de estas medidas de normalización, el gallego sigue perdiendo hablantes día tras día debido a las múltiples medidas históricas de desprestigio, tal y como fueron los cuarenta años de dictadura (que hundieron en un pozo de miseria a esta lengua, hasta que consiguió resurgir gracias al trabajo de múltiples escritores y asociaciones).
España es un territorio multicultural bastante extenso y, a poco que uno se desplace, podrá observar las diferencias idiosincráticas de los vascos frente a los andaluces, o de la forma de hablar de los madrileños frente a la de los gallegos, y así en todos los países. No habla igual un inglés que un escocés, cada uno tiene esos dejes que hacen únicos a los hablantes de las distintas lenguas. En conclusión, perder estas lenguas implica pérdidas de cultura más importantes de lo que parecen a simple vista y, también, la pérdida de una parte única de cada uno de nosotros.