La primera vez que me percaté de su belleza, supe que sería mi nueva musa durante mucho tiempo. Cuando me dejé llevar por el tono de su voz, me di cuenta de que quería que lo fuera.
A veces, el dejarse llevar se convierte más en una ley innata que no nos gusta cumplir que en una realidad, pero en este caso quería. Quería que fuera mi Calíope, pero poco a poco me dejo llevar y me percato de su transmutación a una Venus menos pagana, pero más bella, de esas que solo aparecen en los relatos de cantautores de los setenta. De esas que arañan, pero no te hacen sangrar, de esas que te inundan de incienso lo más hondo de las vísceras.
Y ahora estoy sentado frente a un folio, como cada madrugada, y ahora no puedo encerrarme en mi ignomioso ente abstracto y ahora no puedo recurrir solo a mí.
Ahora Calíope o Venus o como quieras llamarla se pasea por todas las habitaciones de mi tórax con una sonrisa burlona y una camisa blanca y larga hasta las rodillas.
Ahora mi musa, que no es abstracta, es real, demasiado real, se cuela en mis renglones, me saca los versos a borbotones, como si ya no fueran míos, como si llevaran su nombre, y los inunda de escenas donde hay futuro y pisadas suaves y lentas, pero muy seguras.
Y ahora, como si fuera una libélula de labios verdes, planea sobre mi pluma morada y me dibuja escenas donde mi cabeza descansa segura sobre su pecho erizado, pero suave y desnudo; escenas donde se demuestra al mundo que una cama no es solo una cama y que la pasión también se destapa cuando rascas la espalda de la otra persona y le sacas un par de alas para hacerla volar.
Además, querida Calíope o querida Venus, ahora te escribo en primera persona para decirte que, en mi arte, además del hambre, mandas tú.
Y tu voz. Tu voz es quien realmente gobierna.
Para N R