Ya decía Lovecraft que no está muerto todo lo que yace eternamente; y de forma análoga, aún cuando su esqueleto yace bajo la famosa inscripción: «I am Providence», no podemos afirmar que el escritor haya llegado a morir del todo. Cada mirada al abismo espacial, frío y yermo, nos recuerda nuestra insignificante condición humana, la de seres ínfimos ante un insondable vacío que nos mira de vuelta. Y todo escalofrío que levante esta perturbadora sensación es un homenaje al autor, que supo replicarla con cada una de sus palabras, hilvanadas de tal manera que lograban tejer una deliciosa pesadilla en cada uno de sus relatos.
Y es que la literatura del autor, aunque pulp para su época, ha logrado permear en el esqueleto de la literatura actual, especialmente por una particular visión del horror que huía de los estándares clásicos que tanto tiempo habían enclaustrado al género para adoptar un nuevo monstruo: «lo desconocido», algo tan pavoroso que el solo conocimiento de su existencia llevaba a la locura.
Pero esta reinvención del género no es lo único que ha trascendido a tan famoso autor. Y es que el imperante machismo, racismo, antisemitismo… y otra larga colección de «-ismos» no pasan desaprecibidos en su obra, que exhibe impúdicamente la que es, bajo nuestros ideales contemporáneos, una intolerable manera de pensar. Esto le ha echo pasar a cierta lista negra de escritores, acompañado de figuras igualmente polémicas como Charles Dickens, Enid Blyton y otros tantos. ¿La solución? Solo los ilusos idealistas se sorprenderan de que la más defendida a día de hoy sea la más obvia y cuestionable: la quema. Cual esperpéntico espectro de la inquisición, ciertos sectores de la sociedad plantean la eliminación de aquellas obras que no sigan las normas morales de la actualidad.
Y es que, aunque se puede llegar a comprender el irracional odio que convida a la cremación, hemos de ser escépticos a estas soluciones que parecen salir más del sentimentalismo que de la verdadera razón. La visión del autor, aunque pueda ser tachada de deplorable, no deja de ser enriquecedora. Volviendo a Lovecraft, cualquiera de los personajes de su obra que no sea blanco pasa a ser retratado como un salvaje indígena, a veces caníbal, adorador de oscuros dioses ya olvidados. Esta caricaturesca deformación se perpetúa a lo largo de toda la obra, aderezada con pequeños detalles racistas que el autor no se molesta en disimular. Sin embargo, esto puede llegar a aportar más de lo que parece. La visión antropológica moralmente reprochable (desde nuestros cánones actuales) del escritor le permite explorar sin tabúes el rostro más oscuro de las culturas antiguas, permitiéndose incluso fundirlas con su mitología propia. Esto crea un espeluznantemente maravilloso mundo donde dejar vagar libremente a sus monstruos.
El lector sagaz se habrá dado cuenta de que hay una expresión repetida a lo larga de este texto: «la moral del momento». Y es que es esencial darnos cuenta de que la moral no es algo inamovible, sino sumamente dúctil, que no ha dejado de cambiar con el paso del tiempo. Lo que antes se consideraba normal ahora es aborrecible, ¿quién nos dice que en el futuro no será cualquiera de las cosas que hoy en día consideramos normales algo igualmente execrable? ¿habremos de quemar entonces toda la literatura que tenemos a día de hoy? Y bien es cierto que la situación histórica no ha de justificar la actuación de la gente, pero es muy fácil criticar esta actuación desde la «intachable moral» del momento, que no deja de ser igual de maleable que la de entonces, ya obsoleta. Dejemos pues de juzgar a las obras por su autor, aprendamos a distinguir sus ideas principales de su «ideología de fondo» y leamos a Lovecraft sin tanto cargo de conciencia, aunque nuestra ceja haya de arquearse ante alguno de sus párrafos.