Si existiese una libertad mayor que la del viento, más sabrosa que la de un gorrión; o, al menos, tan bonita como la de los lobos, que pacen libres por su mundo propio, esta estaría toda en Carlota. Aquel día Carlota decidió salir de la ciudad, caminar por caminos irreconocibles y pensar en cuentos, aún no pensados, que contaría a sus hijos a su regreso. Aún no había llegado la primavera, pero ya empezaban las primeras siembras y algún que otro cuco sintonizaba la radio, para escuchar el nodo, que informaba, en esa mañana rociada de nubes, sobre la llegada de la primavera, por si quedaba algún gallego perdido en el tiempo.
Ya habían sonado cinco o seis avisos de las campanas del pueblo más cercano, por lo que debían ser las doce; o igual eran las once, pues Carlota solo se fiaba del reloj de arena de su estomágo. Decidió comenzar su bajada al pueblo, para tomarse un mosto tinto, o, quizás, una cerveza —lo único que tenía claro es que se tomaría una pulga de queso—. El monte da hambre. Pensar, el silencio y el frío arañando los ojos dan hambre; es un placer doloroso, similar a la resaca de un concierto de rock: sentir para vivir.
Llevaba ya un rato allí arriba, en el monte, y había olvidado todo lo que la había llevado hasta allí: el estrés, el calor de los tubos de escape y la morriña de reencontrarse con Títiro. A Títiro no lo encontró esa vez, aunque Carlota tenía la certeza de que se enteraría de que había andado por allí. Lo envidiaba, añoraba su amistad y admiraba su valor y gallardía al elegir vivir disfrutando, tirado a la sombra de un tosco castaño, esperando la caída de algún pellizo que le despertase de la siesta o la llegada de algún intruso a su rebaño de ovejas.
Carlota no pensaba en nada, solo escuchaba el silencio y se limitaba a respirar y a ver los colores de las campanillas, todas a una, entrelazadas. Solo esa unión le recordó que tenía a sus hijos esperando por ella, o, más bien, esperando sus relatos, pues sabían que si su madre iba al monte, volvería con historias, mil veces mejores a las de sus libros escolares de Barco de Vapor.
El pequeño, Martín, se imaginaba las excursiones de Carlota como los viajes de Odiseo a su regreso a Ítaca, solo que, en el libro que Martín había leído, Odiseo tardó mucho en volver. Él nunca tuvo miedo de que su mami volviese tan tarde, que, incluso a él, le costase reconocerla. Para él no tenía ningún sentido que su madre fuese hasta esa cueva encantada, tan alejada de todo, simplemente para recoger un par de cuentos, si no era para leérselos; los cuentos estaban para ser escuchados, su madre siempre tendría que volver para contárselos a él y su hermana.
La mayor, Alba, ya no creía en ese cuento de cabañas encantadas en medio del bosque, sabía, de sobra, que los relatos que traía su madre salían de su compleja mente. Lo que a su edad aún no comprendía era por qué necesitaba ir hasta tan arriba para traerlos. Conforme fue creciendo, comprendió que, allí, su madre era más ella que en cualquier otro lugar de la tierra. Era libre y, de la libertad y soledad de ese mundo tan poblado, nacían pequeñas extensiones de sí misma, que manifestaba en forma de relatos.
—El cuerpo deja de crecer, hija, pero la mente hay que alimentarla, constantemente, pues nunca para de crecer.
Esto fue lo que le dijo Carlota a su hija, el primer día que esta la acompañó a una de sus excursiones. Alba entendió todo ese día; además, tuvo la suerte de conocer a Títiro, y comprendió que el imán de esa amistad era otra de las fuentes, insaciables, con las que su madre llenaba el vacío; ese con el que todos llegamos al monte, y que olvidamos al bajar, saciados de estímulos, sensaciones e ideas. De aquella primera excursión surgió el primer brote de un lienzo firmado por Alba. Cuando su hermano lo vio, entró en cólera, enrabietado, como el niño Aquiles; deseoso de tener edad suficiente para acompañar a su madre y su hermana en aquellas excursiones. Alba le había contado que ese lienzo lo había sacado de un cacho de raíz de un roble mágico, abrasado por un rayo. Y, claro, ¿qué niño no se enfadaría ante una historia así? Martín quería encontrar, también, algo en ese monte. Se le pasó pronto la rabieta.
Carlota bajaba ya hacia el pueblo, pensando en qué historia les contaría al llegar a casa, cuando, de repente, escuchó el croar de una rana alterada. Se desvió, para escuchar mejor las quejas de aquella ranita y entender bien el porqué de ese alboroto. Al principio, le pareció que era solo una rana loca, confundida por los años y su notable vejez; pero, entonces, se percató de que, a su lado, había un negro escorpión, camuflado en la arenosa orilla del río. Carlota, que ya había pensado en irse, se acercó más y más, y, escondida entre chopos, escuchó lo siguiente:
—Ni hablar, no lo haré, ¿te crees que no fui a la escuela? ¿Que no leí a Esopo? Claro que las ranas somos buenas, pero no tontas —así dijo la rana, y respondió el escorpión:
—¡Qué graciosa suenas, ay, ranita verde! ¿Escuela? ¿Las ranas? Cuéntame, cuéntame más, mientras me cruzas a la otra orilla, de esa escuela para ranitas. ¿Dónde está? ¿Tanto te enseñaron allí de la vida? ¿Y ese escritor? ¿Esoso? ¿Esopopo?
—¡Basta! No perderé más el tiempo contigo. ¡Zorro! Maldito adulador; tonto y escorpión.
El escorpión, que nada comprendía, se quedó en esa orilla, sollozando. La ranita se fue muy enfadada, creyendo que el escorpión la engañaba; que sí había leído a Esopo y que se aprovechaba de su bondad, pues un escarabajo ni muriendo deja de serlo. Carlota, que había escuchado todo desde su escondite, se apiadó del escorpión, y, muy dispuesta, se acercó a consolarle. Según se acercaba, la ranita, con todas sus fuerzas, croó —más bien parecía un sapo—. Carlota, pensando que de un jabalí se trataba, se paró, muy asustada.
—¡Cuidado! ¡Insensata! ¿No ves que ese escorpión te engaña? Te dirá que ya es bueno, que no es como los demás, pero, ¿tú tampoco leíste a Esopo? ¿No érais, humanos, más listos que el hambre? Aquel sí o sí el aguijón te clavará, pues tiene menos miedo a la muerte que las trabajadoras abejas, que no paran de libar. No puede ser más escorpión —así dijo la rana, cada vez más y más alterada, y, entonces, Carlota, algo más calmada del susto, contestole así:
—Buenas tardes, ranita, ¡vaya susto! Tranquila, no pude evitar escucharos; yo solo me apiadé de este pobre escorpión.
—¡Calla, verdosa! ¿No te basta con abandonarme en esta orilla, que, encima, pretendes dejarme sin amigos? ¡Entérate! Los malos del cuento también podemos hablar, jugar ¡y ser buenos! —así interrumpió el escorpión, intentando que la rana, ya harta y lejos, escuchase sus réplicas. Y, después, a Carlota se dirigió— Amiga, yo sé que soy malo, pues soy escorpión, pero esta vez solo quería cruzar el río. Aprendí mucho de las hormigas y ahora busco trabajo, pero necesito, para eso, cruzar allá.
Carlota, intentando arreglar aquel enrevesado asunto, alcanzó a la ranita.
—¡Espera, ranita! Te puedo ayudar. Las ranas, como bien dijo Esopo, son todo bondad. Andando por montes lo he podido comprobar; no te rindas ahora, a mis hijos algo nuevo les tengo que contar.
Entonces Carlota comenzó su plan y con todo detalle la rana empezó a actuar, para nunca ser mala, ni hacer que nadie dude de la bondad. Salvó la rana al escorpión, y el escorpión se salvó de ser escorpión.
Carlota, que, de repente, se percató de la hora que era, se despidió, apresurada, de la ranita y el escorpión. De lejos veía cómo la ranita, guardando distancias, empujaba las ondas del agua, moviendo al escorpión; este, sobre una hoja de loto que le había facilitado su nueva amiga la ranita, cruzaba junto a ella, feliz, a la otra orilla.
—¡Hasta luego, Carlota, avisaremos a Títiro de que estuviste aquí, si lo vemos! —y así, entre los árboles y el sonido de las límpidas aguas, se perdieron las voces de ambos.
Carlota llegó exhausta a casa, atorada por la cantidad de cosas que le habían sucedido; y muy hambrienta, pues se le hizo tarde para parar a por su almuerzo. Cuando llegó a casa, Martín y Alba la esperaban impacientes, y escucharon, impactados, las aventuras que su madre les traía del monte. Martín se creyó hasta la última palabra de lo que escuchó, Alba, como siempre, pensó que había más ficción que realidad en aquella historia. Esta vez estaba equivocada. Ambos quedaron contentos.
—¿Qué habéis aprendido de la historia de hoy? —les pregúntó Carlota.
—Que tengo que leer a Esopo, mamá —Carlota, entre risas, no pudo más que darle la razón.
—Supongo que ni la bondad es infinita ni perfecta; ni ser malo es tan fácil, pues hay que saber cuál es la herramienta adecuada para cada uno, y, para esto, no basta con ser bueno, ni con leer a Esopo: hay que vivir.
Carlota quedó tan satisfecha con la lección que acababa de aprender y expresarle su hija Alba que entró en un profundo y plácido sueño en el sofá. Aquel sueño lo compartió con Títiro, la única deuda que quedaba por pagar aquel día.