I. Muerte y Aceptación
Marca las diez menos diez
el reloj con su mirada,
deja soflama en la piel
la muerte con su baraja.
Que diez caballitos blancos
peinaban tu dulce frente,
frente hecha de pliegues blandos
que ahora me hace que tiemble.
¡Maldita la hora que trajo,
cual niño que corretea,
nubes de cristales blancos
hasta mi alma de Medea!
¡Que no abran aún las puertas!
¡Que callen los vendavales!
¡Que cesen los llantos de hebras!
¡Que no escuezan los cristales!
¡Que mil demonios me lleven
si no grito en los portales
que nadie hay ya que te espere
más que flores y cantares!
Te has ido abuelica mía
en la muerte como en vida,
luchando sin apatía
con las penurias en fila.
Que no lo tuviste fácil
y ni una queja te vi,
tus ojos decían: —casi
tu boca: —niño de mí.
La luna, tu confesora,
se guardó un trozo de tu alma,
por las noches se desploma
y lo atesora en su cama.
Levanto la vista al cielo
y diez caballitos blancos
surcan de nuevo tu pelo
y te cubren con su manto.
II. Su Recuerdo
Me caigo en los recuerdos ya vividos
como quien pisa en los charcos de barro
y se ahoga entre asuntos prohibidos,
soñando con veranos ya vencidos
en los que te conviertes en chaparro.
Chaparro de soberano sombraje
cuyas ramas a todos les extiende,
su fruta puede que no te agasaje
por el acerbo sabor a coraje
que camufla la verdad que pretende.
Y entre los recuerdos y las lecciones,
álbumes de sonrisas congeladas,
momentos eternos entre porciones
que se nos perderán por los rincones
de hastiadas memorias arrebatadas.
No, que yo no estoy en esta morada,
que estos muros de lamentos no me hablan.
Yo te guardo como perra callada
que de ladridos tú ya vas robada
y son estos ojos los que te arramblan.
No, que yo no estoy en esta morada,
que otros hados me empujan al vacío
donde no se oye el llanto ni la espada,
a los cuervos de oficio y voz trovada,
al carruaje negro y a ese gentío.
III. Su Cuerpo Vacío
Las calles gritan silencios
al son de las ruedas lentas.
Asoman los poderosos
contemplándose las venas,
que todo llega a destiempo
y a veces nada nos llega.
Repican ya las campanas
dando la trágica nueva:
—¡Ha muerto doña Salud!
y con ella toda una era,
—…la de la calle teatro
y de caretas se llena.
Cuánta miseria el quererte,
abuela, de esta manera,
yo con los ojos nublados,
tú con tu cuerpo de piedra.
Cuanta miseria el quererte,
abuela, de esta manera,
yo con las manos cansadas
de escavar sobre la arena,
buscando un rastro olvidado
de motivos que no llegan,
tú, desprovista de ser,
tú, desvanecida y ajena,
tú, que no escuchas mi llanto
de temblores sobre la arena.
IV. La Rabia
Yo te canto callado
como el rocío sobre la hierba,
como los pies que ya no caminan
en el sendero que nos gobierna,
ese sendero vacío
que tu sabías cómo se llena:
creando pausas en la memoria
que me hagan querer que vuelva,
que me hagan querer sangrar
si la razón se revela,
con los ojitos claros
y anegados de niebla.
Cantarán los verderones
petirrojos y chichuecas,
que no hay canto que calme
esta angustia que nos dejas,
angustia de quererte
como las raíces a la tierra,
que falla el suelo que piso
desde que tú no lo sustentas,
que escuecen los vendavales
que tu nombre me recuerdan.
V. La Despedida
Llegará el frío
y vestirán los almendros de blanco,
el tiempo con su prisa desmesurada
empujará a las aves
y encenderá las lumbres.
Y al calor de su intimidad
mantendré viva la llama
con estos versos como estandarte
del recuerdo de tu sendero,
del recuerdo de tu dulce voz enmascarada
entre espigas de paja.
Y llegarán otros inviernos,
y te llevaré, y te llevaremos
como quien guarda una espada,
siempre bien cerca
porque haces falta.