He vuelto a leer a Kant. A pesar de la tendencia a denostar el trabajo del ilustrado, siempre he considerado que mantiene una gran vigencia. Para mí, la conclusión más interesante de la filosofía Kantiana es la de la inevitabilidad del conocimiento metafísico. A este respecto, su propuesta, que él denominó Filosofía Trascendental —el idealismo subjetivo, en el que se produce el famoso giro copernicano, en el que es el sujeto el que aporta las condiciones al objeto externo para poder conocerlo—, se revela como una metafísica difícilmente demostrable en la época en la que escribió el filósofo alemán.
No es mi intención la de discutir sobre la mayor o menor adscripción a la filosofía kantiana, sino la de recuperar esa idea de la inevitabilidad de la metafísica. Desconozco si, dos siglos después, se ha demostrado que el aparato cognitivo humano funciona como describió Kant; a todos los efectos, daré por erróneas sus conclusiones, por no compartirlas. En todo caso, los filósofos que le siguieron, los llamados de la sospecha, demostraron, al menos, la pertinencia de dudar de la «pureza» del sujeto. Para Marx, el contexto, las relaciones socioeconómicas (derivadas de las relaciones de producción, del modo de producción capitalista), eran las que determinaban la manera en la que conocemos el mundo. Para Nietzsche, lo que determina el conocimiento es el lenguaje y la metáfora y, por último, Freud se centró en el inconsciente, el sexo y la muerte, los ejes centrales de su doctrina.
Me gustaría hacer un inciso para llamar la atención en la semejanza que comparten Kant con el noúmeno y Freud con el inconsciente, en tanto que ambos necesitan crear dimensiones inaccesibles o realidades negativas para desarrollar sus propuestas epistemológicas. Sin embargo, esa duda, que los filósofos de la sospecha aciertan a plantear, sigue participando de la dialéctica metafísica en la que se ha desarrollado toda la filosofía occidental desde Platón. Para Kant, las categorías eran un atributo innato. El marxismo exige reducir el problema a la propiedad, o ausencia de ella, de los medios de producción. Nietzsche, gran crítico de los trasmundos, olvida que hay facetas de la vida que escapan a la voluntad y que sí que existen elementos que permanecen sin necesariamente estar en constante tensión irreconciliable, aunque en este caso depende de la concepción que se tenga del mundo, del ser o de la verdad. Por otra parte, Freud, bueno… digamos que no todo es sexo y muerte —soy más freudiano de lo que me gusta reconocer—. Y es que, precisamente, las contradicciones de cada uno, las propuestas antagónicas entre ellos, la necesariedad de recurrir, en efecto, a un algo mas allá de lo puramente inmediato, es lo que, como concluye Kant, demuestra la inevitabilidad de la metafísica como un conocimiento válido. Aún cuando no es conocimiento propiamente dicho, pero la exigencia de interpretar la vida, desde la posición y condición que se sufre y ocupa, eleva la metafísica a la forma de conocimiento más humana de todas.
Me gustaría terminar con una reflexión: la modernidad acaba con Marx, el último de los filósofos capaz, o interesado, en desarrollar un sistema que abarque y explique la totalidad. Después de él encontramos en el pensamiento posmoderno el desarrollo de los postulados de la modernidad, pero, también, una dejadez o incapacidad por dar respuesta a la problemática filosófica de nuestra época. Si todo conocimiento es metafísico, si todo conocimiento es representación, o, al menos, esta es mi premisa, quizá reivindicar la modernidad y su capacidad para posicionarse o defender una postura, siendo capaz de responder a las necesidades de la época contemporánea, sería recuperar algo que la posmodernidad parece haber olvidado: la historia es un proceso que los seres humanos desarrollan, avanzando siempre a través de la resolución de los problemas que se les presentan.