La voz del doblador de Jack Nicholson me hacía bastante gracia.
La televisión sonaba lejana y redundante a pesar de que apenas un puñado de metros separaban la salita de estar (donde estaba el aparato) de mi habitación (donde yo intentaba sobrevivir).
Bueno, miento. De mi habitación no –soy pésimo distinguiendo los plurales de los singulares, discúlpenme–: de una de mis habitaciones.
No alcanzar los treinta años no me impidió convertirme en un auténtico gurú de las multipropiedades. Bueno, multipropiedades. Ejem. Llamar multipropiedad a un piso de setenta metros cuadrados con un puñado de habitaciones es una idiotez bíblica, lo sé, pero cuando has vivido ocho meses en un zulo sin ventanas donde tu casero te cobraba cincuenta pavos menos al mes a cambio de que te corrieras dos veces por semana en su boca, sueles deformar bastante tu concepción de ganga y lujo. Además, este piso tenía balcón.
Aunque del balcón hablaremos más tarde.
Ay. Me estoy yendo por los cerros de Úbeda. Me suele pasar cuando me fumo más de dos gramos del mejor chocolate del barrio. Aunque no soy mucho de hachís. Es una droga que no termina de convencerme.
El hachís es una soberana estafa. No solo por ser una droga blanda creada por y para hippies –odio a los perroflautas, lo siento; soy de izquierdas, pero me da mucho asco la gente que no se ducha más de tres veces a la semana–, sino porque no me gustan sus efectos. Eso de que te deje completamente apalancado, sin apenas fuerzas para moverte, no me convence una mierda. Además, ¿sabíais que el hachís no puede mataros de sobredosis? Cuanto más lo pienso, más me parece una soberana estafa. No poder matar a nadie es, para una droga, como para un albañil no saber levantar una pared de ladrillos.
Puto hachís. Putos hippies.
La habitación me daba vueltas y la paranoia empezaba a tocar mi timbre mental. Tenía que salir de ese estado como fuera, así que cogí mi tarjeta predilecta (creo que era la que me dieron con el teléfono de la inmobiliaria cuando compré el piso) y me pinté una raya de cocaína del tamaño de mi dedo anular.
«Ahora sí. Ahora sí. Ahora sí». Fue lo único que pensé mientras esnifaba mi preciosa y cara farlopa.
Los efectos del chocolate desaparecieron inmediatamente. Notaba corrientes eléctricas en los nervios de mis pupilas y podía sentir perfectamente cómo la cortina de humo que el hachís había levantado en mi cerebro iba poco a poco disipándose.
La cocaína no solo había acabado completamente con los efectos de los porros, sino que además empezaba a sentir su embriagadora magia en mi cerebro. Y en mi corazón, sobre todo.
Felicidad, caballeros. Felicidad distribuida en bolsitas de plástico.
Tras mi particular uso y disfrute de aquel perico, me levanté de la cama y fui al salón a apagar el televisor para que el puto doblador de Nicholson se callara. Es imposible concentrarse en un trabajo tan noble y sofisticado como es el mío con esa voz de carnicero de pueblo taladrándote el oído.
Sí, efectivamente. Soy periodista.
Y de los buenos. Hace cosa de cuatro años, conseguí un contrato con un importante periódico argentino para publicar todos los días una columna de opinión en sus páginas.
Al principio, para un público tan cerrado como el argentino, apenas tenía repercusión mediática. De hecho, conseguí que me cogieran gracias a un amigo con un cargo alto en la redacción del periódico. Nadie tenía esperanzas en que mis mundanos artículos tuvieran un mínimo de importancia a cualquier nivel. Ya había demasiados soplagaitas opinadores sueltos por las tierras del Río de la Plata como para que viniera un puto españolito a hacerse las Américas por el Cono Sur.
Pues triunfé. Por una vez en mi puñetera vida, conseguí mi objetivo. Ser alguien en el oficio más innecesario, narcisista y podrido de la posmodernidad. Ya era un periodista reputado. Pero uno de los de verdad, de los que aportan su opinión, no uno de esos inútiles reporteros de investigación que se pasan la vida buscando pruebas para conseguir un fin social que a todo el mundo se la suda.
Periodista. Qué bien sonaba.
Con mi maravillosa nómina decidí comprarme un piso de tres habitaciones, muy grande para mí, pero perfecto para mi mente creativa. Necesitaba espacio en aquella enorme ciudad si quería dar alas a mi imaginación.
Bueno, el piso también tenía un balcón en la sala de estar, pero de eso hablaremos más tarde.
Amueblé iguales los tres dormitorios: una mesilla de noche, una cama con un colchón individual y un escritorio con una silla blanca poblaban idénticamente cada habitación. Algo sencillo, fruto de mi imponente incoherencia y desequilibrio mental.
Cuando las amueblé, no pensaba en nada en concreto. Simplemente tuve la necesidad de hacerlo. Como si mi subconsciente hubiese recibido una orden directa de algún entrañable dios hindú.
Y así lo hice.
Al principio no le encontraba sentido a organizar así mi apartamento, pero con el paso de los meses mi cabeza fue captando la lógica.
Impulsado por un automatismo extraño, fui rotando la redacción de mis artículos de opinión entre los tres dormitorios. Dependiendo de una serie de factores que en aquel momento desconocía, alternaba mis horas de trabajo entre los tres cuartos idénticos.
Primero pensé que mi subconsciente se regía por días. Tales días de la semana en esta habitación y estos otros en la de enfrente, pero no. Tras un mes de observación, me di cuenta de que aquel patrón no tenía sentido.
Mi segunda hipótesis se basó en la climatización. Quizá, dependiendo del microclima que hiciese dentro de cada habitación y de la temperatura que tuvieran cada día, elegía la más propicia para el desarrollo del arte de la información.
Hipótesis que quedó completamente descartada cuando llené las tres habitaciones de termómetros y todos marcaron, durante las dos semanas de desarrollo del experimento, la misma temperatura.
Hasta que entonces lo descubrí. ¿Cómo he podido estar tan ciego durante tanto tiempo?
Mi cerebro, en un acto a caballo entre la profesionalidad y la esquizofrenia, clasificaba los artículos de opinión dependiendo del tema sobre el que hablara. Temas que, a su vez, se subclasificaban en tres niveles.
El primer nivel agrupaba cualquier tema de cualquier artículo relacionado con una situación generada por el humano que las manos del propio hombre eran capaces de revertir. Un buen ejemplo de esto serían los resultados de unas elecciones generales. El hombre generaba una situación y el propio hombre era capaz de revertirla o cambiarla. Algo más simple que sencillo.
Todos los artículos que escribiese que contuvieran como tema principal algo relacionado con ese nivel, de forma completamente autómata e innata, los redactaba en el dormitorio de la derecha. Como guiado por unos zapatos interiorizados.
El segundo nivel se basaba en aquellos hechos no reversibles que el propio humano genera. Como el cambio climático ese (si es verdad que existe).
Para aquella causa destiné la habitación del medio. Un santuario curioso para un tema curioso: ¿cómo es posible que el ente más ridículo que ha poblado este puto mundo sea incapaz de revertir sus propias acciones? Curioso cuanto menos.
La tercera habitación parece ser que la usé como cajón desastre.
Jamás fui capaz de entender para qué usaba ese cuarto porque, en un burdo intento de imitar a mis ídolos del sucismo barato, cuando me encerraba en él a escribir, bebía y me drogaba hasta perder completamente la memoria.
Tampoco he conseguido leer nunca lo que allí escribía, ya que, basándome en mi incapacidad para encontrar nunca ningún texto escrito ahí, creo que los borraba.
Hacía bien.
Tengo alguna teoría de lo que contaba cuando me encerraba entre esas paredes. Seguramente mis asuntos más personales. Mis fantasmas, como se suele decir. Uf. Menos mal que los borraba.
Hacía muy buen.
Así me pasé, rotando entre habitación y habitación, durante un año entero. Cuando descubrí lo que hacía no dejé de hacerlo ni me forcé a llevar una vida normal. Si mi subconsciente disfrutaba jugando a ser el dios de mi propia casa, pues adelante. ¿Quién soy yo para darle órdenes a mi psique?
Ah, casi se me olvida hablar del balcón. Mi precioso balcón de mi precioso cuarto piso.
Ahí tampoco hacía nada del otro mundo.
Simplemente disfrutaba tirándome de él todos los putos días por entender lo justo.