Desprendidos de la tristeza por la pérdida de patrimonio artístico, es interesante analizar la experiencia estética que nos regala un evento de estas características. La primera impresión, la más pura (la más mentirosa), es de sobrecogimiento, pero nos descubrimos incapaces de apartar la mirada. ¿Qué parte de la escena nos causa esta sensación? ¿Es acaso la violencia de la naturaleza, la irreversibilidad de la destrucción que genera o nuestra incapacidad para detener la catástrofe? Los hechos se suceden, brutales, y solo podemos mirar.
Evidentemente, la imagen está cargada de potencial para metáforas baratas: el derrumbe de la vieja Europa, el colapso de la civilización occidental, una Europa de madera, roída, que se parte en mil pedazos, desbordada por la realidad que se ha ignorado durante siglos. Pero nos urge indagar más y buscamos respuestas en la historia de la filosofía donde encontramos un concepto que recoge nuestras sensaciones: la experiencia de lo sublime. Lo sublime ha sido un concepto bien estudiado por algunos de los filósofos más importantes en el campo de la estética y es ahí donde debemos buscar una aproximación al término. Immanuel Kant introduce lo sublime en comparación con lo bello. Mientras lo bello nos produce una sensación agradable y apacible, en lo sublime ese agrado viene acompañado de una sensación de inquietud, de ese sobrecogimiento del que hablábamos antes:
«La vista de una montaña, cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes; la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando (…) proporcionan, también, una sensación agradable, pero alegre y sonriente.»[1]
Lo sublime es, por tanto, un estadio en el que se funden la belleza y lo insondable, aquello que nos produce placer e inquietud al mismo tiempo. Sigue Kant hablando al respecto de lo que experimenta el individuo ante la visión de lo sublime: «La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada».[2] La visión de Notre-Dame en perfecto estado nos transmite una belleza serena; en llamas, su potencial estético se dispara hasta la sublimación.
Filósofos posteriores seguirán la estela del sublime kantiano, al que añaden los diferentes estadios que existen entre lo bello y lo sublime, basándose en el grado de peligrosidad que encierre para el individuo la contemplación de lo sublime. Schopenhauer define lo sublime como una suerte de júbilo, un salirnos de nosotros mismos, y de nuestra propia voluntad: «(…) el sujeto y el mundo se vuelven uno en equilibrio, ya no es el mundo el que aplasta con su fuerza al sujeto, sino el que lo eleva».[3]
En todas las aproximaciones al término, tenemos un sujeto que actúa como mero observador de los hechos, incapaz de moverse o articular palabra. Otro filósofo del siglo XVIII, Edmund Burke, nos dice que lo sublime: «(…) es el asombro (…) aquel estado del alma, en el que todos sus movimientos se suspenden con cierto grado de horror. En este caso, la mente está tan llena de su objeto, que no puede reparar en ninguno más, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que le absorbe».[4]
Comparemos ahora esta visión de lo sublime ante la naturaleza con lo que sentimos ante la presencia de una obra de arte (la distinción ya está presente en Kant) y encontraremos que son sensaciones parecidas. ¿Quién no ha experimentado cierta congoja, asombro o terror ante una fotografía, un cuadro o al escuchar una melodía? ¿Acaso no es esa sensación producto de nuestra incapacidad para definir lo vivido, de nuestra incomprensión de la propia experiencia?
Lo sublime, por tanto, parece ser aquello que, causando un poderoso efecto sobre nosotros, nos deja impotentes, pues nos sobrepasa, escapa a los límites de nuestro propio entendimiento.
[1] KANT, Immanuel (1764): Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, México D.F, Biblioteca Immanuel Kant.
[2] Ibid.
[3] SCHOPENHAUER, Arthur (1819): El mundo como voluntad y representación, Madrid, Alianza.
[4] BURKE, Edmund (1757): Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, Madrid, Alianza.