La ascensión

          Fue en un ascensor parecido a este; ahora me veo reflejado en tus ojos de niño, en tus ojos severos y lúcidos como dos serpientes azules; recuerdo el frío calando entre la ropa, entre la bufanda verde de la bisa; era de lana dura, ella la hizo con una maraña de gélidos hilos y un par de agujas tan largas como la aurora; siempre, tras empezar el otoño, nos hacía prendas nuevas; cada año comenzaba su labor con una sonrisa en el rostro y, sentada silenciosa en su silla, las horas pasaban sobre ella como un río en calma; yo jugaba entonces entre sus tobillos pero ella seguía derramada en el silencio y cuando dirigía sus ojos hacia mí, esbozaba una mueca tenue, de consentimiento y calidez devastada; sin embargo, aquellos días estaban siendo incómodos, la bisa palpó una ausencia y me la untó por el rostro cual grasa cruda de cerdo; hoy estamos aquí porque palpamos una ausencia nueva; hemos venido a este edificio inmisericorde y, como en el sitio al que fui con la bisa, he sentido una negrura incandescente que se me filtra por entre el tuétano de los huesos; llegué agarrado a su mano mientras tocaba mi nueva bufanda verde; al penetrar las puertas vi a un grupo de personas desposeídas con trajes de furia y petróleo, allí estaban la tía y el primo, yo permanecí inmutable y callado; la bisa, con la voz llena de pausas, me dijo que me dirigiese a la tercera planta con un señor que tenía las orejas llenas de roña; asentí; mientras caminábamos por los pálidos pasillos recordé a papá, su mano gruesa y carnosa, su fuerza de nervios que se erizan tras ser aplastados por la luna; pero todo cesó rápido, allí nos sumergimos, en aquel ascensor marrón con parqué en las paredes y el suelo violeta, alfombrado y distante, sin espejos que lo hicieran infinito ni incrustaciones de metal ni carteles de advertencia; yo miraba la cara del señor, me decía que iríamos a un lugar divertido donde poder jugar, y cogía, agachándose, el camioncito que yo tenía en mi otra mano para preguntarme cosas sobre él; así pasaron los segundos los segundos, los minutos los minutos los minutos, las horas las horas las horas las horas, el tiempo el tiempo el tiempo el tiempo y los tiempos en el ascensor, que subía subía subía subía subía y subía como si se dirigiese a una planta espacial sin término ni forma, a una planta donde se divisaran los cangrejos que duermen bajo los corales de amianto y silencio; no paraba no paraba no paraba no paraba de ascender, mas la voz del hombre parecía serena e, incluso, con el paso de los minutos, su tez ajada se teñía de más y más brillo; de repente, miré hacia el suelo, y como si leyera erróneamente mis pensamientos, se tumbó y empezó a jugar con los dedos de mis pies; sus gestos eran vivarachos y alegres y, a la vez que me decía cosas ininteligibles, ejercía con sus yemas una presión insoportable sobre la leve carne de mis extremidades; esta situación concluyó cuando, por fin, el ascensor se paró y las puertas se abrieron; aquel señor ya se separaba de mí, ya me decía adiós con la mano y con las muelas de su boca; ya se volteaba y desaparecía amargamente en el fondo carmesí de una estancia que he olvidado; ya me quedaba solo en el ascensor; ya pasaban unos segundos que harían que se detuviese aquel aparato de nuevo; ya una voz mecánica decía planta tercera y se abría ante mí un piso repleto de juguetes, de bebés y de mayores con ellos; de niños que jugaban y corrían y se lanzaban como flechas de luz por los toboganes mientras otros se columpiaban con la ayuda de las cigarras; de ancianos que se acariciaban la piel con atunes blancos recién salidos del mar a la vez que me observaban con un rubor azul en las mejillas; ya allí me quedaría yo, jugando y divirtiéndome, hasta la pronta llegada de la bisa; y cuando la vi llegar, con sus pasos distraídos y gráciles, con su bufanda atravesada por el hielo, agarré su mano como me la estás agarrando tú ahora mismo y nos dirigimos hacia casa.

          Nunca me atreví a preguntarle quién era ese señor ni por qué nos sobrevolaba, inevitable, una ausencia que desconocía. Desde aquella tarde dos bufandas verdes descansan sobre mi mesilla de noche.

 

 

A mis padres.

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