Crónica de un final (y su lado más oculto)

Imagen extraída de : portada del libro «Crónica de un final: 1917-1918. Correspondencia y memoria de una familia» (Páginas de espuma)

Hace un par de días terminé de leer Crónicas de un final: 1917-1918. Románov: correspondencia y memoria de una familia (Páginas de espuma).

Tras este título tan largo encontramos las cartas, fragmentos de los diarios y telegramas que sobrevivieron a una masacre y que nos hacen comprender un poco mejor el mundo en el que los zares vivían, pero también nos hace llegar a una conclusión: a 20th Century Fox no se le fue mucho de las manos al crear la película «Anastasia».

Probablemente haya gente que, mientras lee palabra por palabra la afirmación que acabo de hacer, esté pensando que quizá haya sido yo la que ahora se ha dado un golpe en la cabeza y no sepa distinguir ese realismo mágico de la verdad. Lo que muchos no saben es que realismo y magia, en esta ocasión, van unidos.

Todos conocemos la versión que se nos ha contado en el cine, que viene a ser toda ficticia. Rasputín no asesinó a los zares en una fiesta por el tricentenario de la familia Románov en el poder; Anastasia no salió viva del tiroteo que se llevó a cabo en la casa Ipátiev, en Ekaterimburgo; ni se vengó de Rasputín en París ni se fugó con el amor de su vida que conoció gracias a falsificar los documentos de los visados para poder salir de una Rusia arruinada.

Sin embargo, la «magia» que encontramos en la película hace referencia a lo que no se nos cuenta sobre eso en lo que la mayoría de las personas influyentes del siglo XIX y XX creían: el ocultismo.

Y no, no os voy a hablar del místico Rasputín y de cómo su pene terminó en un museo, eso es otra historia.  Vamos a retroceder unos años en la historia, hasta situarnos en la segunda mitad de siglo XIX en España, concretamente en el año 1865.

Gérard Encausse, de padre francés y madre española, nació en La Coruña en el año mencionado anteriormente. Su padre se lo llevó a París cuando Gérard contaba con cuatro años y allí recibió una educación muy severa, y, a pesar de que las ciencias le fascinaban (tanto que terminó siendo médico), convirtió su pasatiempo, el ocultismo, en su pasión, pues pasaba más tiempo en la sección ocultista de la Biblioteca Nacional de París que estudiando Anatomía.

Fueron tres las ocasiones en las que pisó Rusia, aunque ni la primera ni la tercera fueron relevantes. La segunda, sin embargo, parece una de esas historias para no dormir.

Se dice que en esa famosa segunda visita, el por aquel entonces zar de todas las Rusias, Nicolas II, contactó con él para que así Gérard, más conocido en la historia por su apodo Papus, hiciese de mediador (medium) entre el mundo de los vivos y el de los muertos, para que este pudiese hablar con su padre, el fallecido Alejandro III. Entre sesión y sesión espiritualista, en un frío octubre de 1905, en plena revolución, el que fue zar se le apareció de la misma forma que a Hamlet se le apareció su padre (quizá William Shakespeare vaticinara este momento) y auguró la caída de Nicolás II en manos del ejército bolchevique. Papus, para atenuar la situación, le dijo a la familia Románov que hasta que él mismo no muriera, toda Rusia seguiría en su poder.

Pasaron los años tras la famosa reunión, y, a pesar de que el pueblo ruso llevaba una revolución a sus espaldas y a caballo de la Primera Guerra Mundial, creando una gran masacre, los zares rusos poseían todavía ese poder absolutista que el pueblo estaba comenzando a detestar. Unos cuantos miles de kilómetros al oeste, en octubre de 1916, el famoso ocultista Papus murió a causa de la tuberculosis. Poco después de su muerte comenzaría la Crónica de un final que auguró Alejandro III.

¿Mera coincidencia o un misterio eterno? 

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