Imagen extraída de http://comunicacion.intecca.uned.es
Llega el sábado noche. Mi cerebro tiene ganas de hablar, quiere estar solo y tranquilo para poder disfrutar de lo que acontece.
Llega el sábado noche y yo me quedo a solas con mi cerebro apoyado en la almohada; no quiere que mi ser consciente participe en la conversación, desea ser el que reine en el habitáculo oscuro. Cierro los ojos y Morfeo me toma entre sus brazos, me sume en una tranquilidad inquietante para posteriormente hacer de mí una presa fácil a la que matar. Me obliga a escuchar el soliloquio de mi cerebro.
Se abre el telón y las palabras comienzan retumbar, lo que durante el día se trataba de susurros que el viento disipaba, ahora, durante la noche estrellada, eran gritos y el eco que mi propio cerebro creaba
CEREBRO : ¿Quién te crees que eres, niña insolente? ¿Qué haces intentando ser feliz? ¿Acaso te lo mereces? Todo es fácil durante el día para ti, ¿no? Te levantas, desayunas, estudias, vas a la universidad, y vuelves. Durante la noche estás tan agotada que tan siquiera me das la oportunidad de decirte lo que deberías estar escuchando a cada minuto.
Ten miedo, niña, ten miedo. Ten miedo de mí, ten miedo de ti. Ten miedo de los demás. Ellos, ellos van a volver a hacerte daño, ¿de verdad creías que el hecho de comenzar de cero iba a ser suficiente como para alejarte del sufrimiento, del dolor? Ilusa. Ilusa tú, que lo que haces es dar una oportunidad a nuevas personas de emplear sus palabras en tu contra y con ellas matarte. Yo, yo que estoy aquí para darte mis sabios consejos y hacer de la palabra una fuente de sabiduría y tan siquiera quieres escucharme.
¿Recuerdas qué pasó las últimas dos veces que me prestaste atención? Nadie te hizo daño porque estabas a solas conmigo y yo te protegía, te escudaba en nuestra casa y te hablaba todo el tiempo. Te decía lo bien que estabas actuando: si no dejabas a nadie entrar en tu vida o si tú no entrabas en la vida de los demás iba a ser muy sencillo estar bien, feliz, iba a ser muy sencillo no tener una herida en el corazón.
Dejaste de escucharme y, ¿recuerdas cómo te utilizó esa persona de la que no sabes tan siquiera el nombre? ¿Recuerdas el sentirte sucia e inútil? Fue gracioso verte llorando por no escucharme. Tendrías que haberte quedado conmigo en una habitación. A solas, como solíamos hacer.
También dejaste de escucharme cuando estábamos jugando tú y yo y dije que si querías tener amigos y que la gente te aceptase tenías que pesar menos y menos. Estuvimos jugando bastantes meses y me dejaste solo. Siempre te lo dije por tu bien y sé que lo sabes.
Y ahora que te han vuelto a romper el corazón en mil pedazos y estás intentando empezar de cero te justificas con una cita de Shakespeare que me has dejado grabada a fuego: «la culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros, que estamos bajo ellas».
¿Para qué vas a hablar de un nosotros cuando toda la culpa es tuya? La culpa siempre la tienes tú y te he avisado un millón de veces sobre ello. Tú eres la culpable de todo porque eres la que está dispuesta siempre a que la destrocen, la descuarticen en mil pedazos. Estás dispuesta a que las palabras se claven como dardos envenenados y que este veneno se extienda por la sangre, hasta llegar directos al corazón. Tú y solamente tú eres la culpable de todos tus males, porque tú y solamente tú eres la que sigue creyendo en la humanidad y en el amor después de todo.
Pero sé muy bien, querida, que mi soliloquio de sábado noche te hace reflexionar y replantearte la vida. Sé muy bien que al día siguiente te despiertas pensado en mis maravillosas palabras, y tú sabes muy bien que lo único que quiero es ayudar… Sé como antes, chiquilla. Vuelve a ser invencible junto a mí.
Las últimas palabras terminan siendo un susurro a mis oídos. «Invencible junto a mí…». Suena tentador volver esa persona que no permitía que el daño la poseyese, suena tentador volver a ser un equipo fiel e inquebrantable.
De repente, Morfeo comienza a aflojar sus brazos y me deja libre. Abro los ojos. La luz atraviesa la persiana y avisa de que un nuevo día acaba de comenzar. Desecho el soliloquio de mi cerebro, como he aprendido a hacer en los últimos años y cojo mi coraza y mi máscara, dispuesta a ponérmelas otro día más en el corazón y en la cara. Todo está bien.
Y al emprender una nueva aventura en la que podrían romperme el de nuevo, me digo a mí misma que no tenemos la potestad de elegir si nos van a romper el corazón o no, pero al menos tenemos la capacidad de elegir quiénes podrían ser las personas que nos pudieran dañar. Cierro los ojos. Respiro. He tomado la decisión acertada.