Imagen extraída de arqsat-historia.blogspot.com
Un seminario es un triunfo. Un grupo heterogéneo de personas que se reúnen en torno a una pasión que comparten. Asistir a uno es una experiencia reafirmante; en los seminarios hay tiempo e interés, hay en definitiva espacio para el conocimiento reposado.
La facultad de Geografía e Historia acogió el pasado 7 de noviembre un evento de estas características bajo un título breve: «Arquitectura tradicional japonesa». La pregunta que surge es evidente: ¿Qué motivo nos arrastra a un acto como este, de temática tan lejana a nuestros (pesados) manuales de literatura y lingüística? Tras este sencillo título se esconde una temática poco aparente que intentaré resumir: hablar de arquitectura japonesa es también hablar de una filosofía, una estética, una actitud, en fin, ante la vida.
Como anotó la profesora Pilar Cabañas en su intervención este espíritu quedó sellado muy bellamente en «El elogio de la sombra», libro que visito periódicamente en una constante y enfermiza relectura. En esta obrilla de apenas 100 páginas Jun ‘ ichiro Tanizaki establece una oposición entre las estéticas oriental y occidental. Según nos va hablando sentimos un ligero adormecer; sus descripciones de detalles que antes pasábamos por insignificantes curan nuestra ceguera. La arquitectura japonesa es sinónimo de armonía; los carpinteros y arquitectos, conscientes de la importancia de su labor, construyen espacios destinados para la contemplación de la naturaleza, para la realización del espíritu.
Caminar en una de estas estancias, cuya sofisticada estructura está bien oculta bajo una delicada sencillez, es verdaderamente revelador. Sentir los pies descalzos sobre el bambú que se muestra cálido, amable con nuestras plantas al tiempo que una luz difusa inunda la sala a través de las rugosas paredes de papel. Si somos afortunados una delgada capa de lluvia nos acompaña desde el exterior. Estos lugares, en palabras del autor «armonizan con el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna». Ante la eterna pulcritud occidental, esta estética propone abrazar el paso del tiempo, los recovecos sombríos, el carácter antiguo de las cosas. Ante el vértigo, la vorágine de la sociedad actual nos invita a detenernos, calentar un poco de agua y disfrutar de la puesta de sol.
No es poco lo que podemos aprender de unos «simples» edificios. Quién hubiera imaginado que esto era lo que se escondía tras unas frías palabras de simposio.