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Acerca de los géneros literarios

En la época clásica se acudió a la clasificación de los géneros como a una forma de racionalizar algo meramente subjetivo: a cada apartado genérico se le otorgaron unos rasgos determinados y precisos, intentando así abarcar la infinidad de posibilidades del arte en una serie de frívolos listados. Posteriormente, la situación se endureció aún más: recordemos que en torno al siglo XVIII no se consideraba que las obras de Shakespeare fuesen literatura, pues en ellas existe una mezcla de lo trágico y lo cómico, de lo triste y lo satírico, de lo sublime y lo patético. Por esos años, la comedia (al igual que la tragedia, la poesía o la prosa) contaba con unas características fijas que se le imponían al escritor, castrando así posibles evoluciones genéricas. Estas cuestiones probablemente sean las causantes de que dicho siglo haya sido tan estéril en materia literaria, no obstante, algo debemos agradecer a esta centuria: sirvió para que surgiese, necesario y rompedor, el romanticismo. En la actualidad, la línea que separa un género de otro es un verdadero problema para los teóricos de la literatura; y para nosotros, los lectores, quizá una suerte.

Podríamos decir que toda la poesía está en la prosa y toda la prosa está en la poesía; lo mismo sucede con el teatro. No existen diferencias sustanciales y jamás han existido. Borges nos recordó, en una entrevista, una frase memorable que pronunció Emerson: «La prosa es la forma más difícil de la poesía». Asimismo, Croce descreía de la división entre géneros, para él, todo incluía a todo: lirismo, narratividad y teatralidad. Y es aquí cuando surge el cambio de paradigma: no existen los géneros como elementos formales que den límite y contorno, pero sí existe lo abstracto, lo eterno, lo arquetípico: pasamos de la poesía a lo poético, de la narrativa a lo narrativo, del teatro a lo dramático. Y ciertamente, cualquier texto literario contiene estos tres componentes.

El libro El fin de la Edad de Plata de José Ángel Valente ejemplifica y demuestra, con perfección absoluta, la ya mencionada cuestión. Cuando un lector se acerca a él, siente la palpitación de toda la literatura al unísono: ¿poesía, prosa, teatro…? Incluso, debido al impacto sensorial, se sienten ciertas confusiones y extrañezas que exponen toda la belleza del arte (mostrado de forma total y no parcial). Uno de los textos de dicho libro es A Midsummer Night’s Dream –pieza más increíble para mi conciencia lectora. La rareza de la situación narrada es simplemente genial: una araña se posa sobre un hombre acostado y se aferra a su sexo, después, va subiendo hasta llegar a su boca. A continuación, Valente nos golpea con fuerza: desde entonces, no he vuelto a yacer con mujer. Y así es cómo el poeta nos hace ver que el mundo de los símbolos es, a menudo, el más verídico y real. O dicho de otra forma: la literatura –que no la lírica, el teatro o la prosa– es lo único existente, pues el único género (si pudiera considerarse como tal) sería el simbólico.

El silencio en los cristales…

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