Imagen extraída de elnuevodiario.com.ni
Gente, hay un elefante en la habitación. Llevo un tiempo dándole vueltas y no quiero aplazarlo más.
Lo confieso: no me quiero morir.
Y eso que, en cierta medida, a lo largo de mi vida he sido muy afortunado con la muerte. Mi abuelo murió cuando era muy pequeño y tengo recuerdos suyos llevándome a comprar cromos de pokémon al quiosco del barrio. Y cuando murió, no lo entendí. Mi otro abuelo murió hace poco y de eso sí que me acuerdo perfectamente. Pero es una muerte lejana, aún me queda mucho para morirme de viejo, así que lamenté su pérdida, pero no supuso una crisis existencial. A fin de cuentas, todos morimos.
Pero entonces, ¿a santo de qué preocuparse en la flor de la vida sobre la muerte? ¿Qué ha despertado en mi este pavor oscuro y profundo?
No lo sé. Solo sé que un día, no sé muy bien cuándo, me di cuenta de que voy a morir. Nunca me ha preocupado mucho y nunca entendí a las personas atribuladas por algo por lo que vamos a tener que pasar todos. Pero, de repente, me di cuenta de que yo también iba a pasar por eso, y no me da la gana.
Decía Unamuno que la vida, sin la inmortalidad del alma, es un relámpago entre dos abismos de Nada. Yo, que tengo un humor más pedestre, prefiero ejemplificarlo como un pedo muy ruidoso entre dos nalgas.
Pero volvamos a Unamuno, que es muy interesante. Lo de la inmortalidad del alma es un melocotonazo. Lleva siendo la canción del verano de los filósofos desde que hay filósofos y no parece que vayamos a cansarnos del temita dentro de poco. Hoy, a diferencia de los tiempos de don Miguel, la ciencia ha avanzado mucho y todo parece indicar que el «alma», la «conciencia» o el «Yo» están metidos en ese moco gris gigante que tenemos en el cráneo. No me entendáis mal, en la época de Unamuno digo yo que lo intuían, pero los científicos ahora son más convincentes. Sigamos.
Entonces la ciencia me dice, con argumentos que caen como martillazos, que toda la sucesión de «yoes» que han sido y serán hasta el día de mi muerte están en mi cabeza y que, una vez muera, se acabó, cae el telón y todo esto a tomar por culo. Señores con bata, coincidiréis conmigo en que esto es un poco… no sé, decepcionante. Les recuerdo que hay gente que me promete ser… yo qué se… un koala en la próxima vida. No sé a vosotros, pero esto de vivir y ya está, me sabe a poco.
Aquí los más avispados dirán «Bueno, pues cree en Dios y solucionado, ¿no?». La cosa es que no puedo creer en Dios. No me lo creo; no me cuadra. Por fortuna, no he sido adoctrinado en el seno de la Iglesia y mi criterio me impide creer en Dios. Si has llegado hasta aquí imagino que empezarás a entender por qué este problema me agobia un poco…
Para dejarlo claro, tengo dos problemas:
- No me quiero morir. O sea, quiero vivir para siempre.
- No creo en Dios.
Mi solución temporal es leer a Cervantes y a Unamuno en busca de cierto consuelo, pero temo no encontrar solución a esto y que esta agonía me dure toda la vida.
Menuda gaita.