Estatua de Ciudad Universitaria, imagen extraída del diario ABC

Los universitarios no somos niños

Estatua de la Ciudad Universitaria [Fuente: Diario ABC]

Está en boca de todos y de forma polémica el modelo de educación pública. Y esto es algo que a mí me inquieta de cara a las artes. He de decir, de primeras, que soy partidario de una educación pública pero de calidad. Y en las ramas de artes, esta calidad parece estar alejándose de forma paulatina y, curiosamente, de forma paralela al arraigo y enquistado de profesores en el escalafón más alto del profesorado universitario. La promulgación del lema «aprender a aprender» nos lleva a tener como profesores a especímenes que se creen capaces de enseñar sin dominar o controlar su propia materia. Lema que es tan banal como el contenido que promulga, pues también habría que formar profesionales para que «enseñen a aprender a aprender», y más profesionales que «enseñen a otros profesionales dispuestos a aprender cómo enseñar a aprender a aprender».

¿Cómo podría enseñar matemáticas alguien que no sabe sumar, o a escribir alguien que no sabe leer? ¿Alguien puede dar como válido a un profesor de piano que no sabe ni toca el instrumento delante del alumno, ni le ofrece ejemplos de trabajos y fragmentos bien interpretados? Entonces… ¿Cómo puede ser que se nos hayan colado tantos profesores de dibujo o pintura que ni dibujan, ni pintan, ni corrigen, ni dominan su materia? Una cosa es ser mejor profesor que artista (en el amplio sentido de la palabra, aplicado también a los ámbitos literarios), y otra es que nos tomen por tontos. ¿Conocemos que existe la opción de, en caso de llegar a cuarto de grado y con dos asignaturas suspensas, pedir a un tribunal la posibilidad de que aprueben esas dos materias por una votación a mano alzada? ¿Nos damos cuenta de que lo que hacemos es dar por acabado un ciclo que no está (ni si quiera cerca de estar) completo?

El mejor profesor que he tenido y aún tengo, Jaime Valero, explica su disconformidad con esta forma de dar clase de una manera muy clara: «yo puedo decirte qué está mal en tu dibujo, pero si no me dejas o no quiero tocar tu papel para demostrarte y enseñarte cómo se arregla, no aprenderás». Y esa es la clave del asunto. Un niño no aprende a leer porque le pongas un libro delante y le ordenes leer. Ser profesor parece ya casi más una tarea de control y papeleo, cosa que se ha acuciado más con la llegada de la LOMCE. Los alumnos tenemos un número de expediente, con nuestra foto de carné, teléfono personal, domicilio, correo privado, nombre de padres o tutores y sus respectivas ocupaciones… Y cada día, al llegar a clase, firmita y a pasar lista. Y esto es lo que más desazón me produce, porque el aprendizaje artístico es enormemente personal: cada alumno tiene una línea de trabajo, un estilo, una forma de encarar los procesos, una forma de resolverlos, unas dificultades y unas facilidades, unos tardan mucho y otros muy poco…

En ese sentido, entiendo y comparto que se establezcan criterios comunes de evaluación (al final de la clase, todos tienen que saber leer), pero el problema reside en que si pones la meta de aprendizaje en tres sesiones y un alumno ha aprendido en la primera, le estás obligando a perder tiempo, esfuerzo, ganas y pasión obligándolo a asistir a las dos siguientes. Es entonces cuando la universidad, el instituto y el colegio comienzan a ser vistos como centros carcelarios. No hay más que ver cómo los niños saltan las vallas «huyendo de ese derecho suyo que es la educación». Y es entonces cuando esta educación universitaria se convierte en una obligación y no en un derecho, en la que es más probable suspender por faltar a clase (perdiendo el derecho a evaluación) aún teniendo todos los trabajos finalizados y con matrícula de honor que por realizar trabajos de mala calidad. Esto choca aún más si tenemos en cuenta que somos nosotros los que pagamos, los que ganamos o perdemos asistiendo o no a las sesiones de trabajo y que hay alumnos que estudian más, trabajan más y tienen situaciones personales complicadas fuera del apartado académico. Porque los universitarios ya no somos unos niños, y porque gestionar de manera coherente y madura tu propio aprendizaje no es, ni mucho menos, un insulto al que no ha podido acceder a la universidad por falta de medios o mala situación personal.

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