“Hay una luz encendida en el cielo mamá. Me obliga a hablarte aún en la oscuridad. El mundo desconoce su fuerza mamá, la gente hace tiempo que lo olvidó. Viven de sus luces artificiales que lo iluminan todo. Por eso no pueden dormir, porque se olvidan de la Luna y su mensaje, desafían a la Tierra. Mírala mamá. Creo que ella también nos mira. Las nubes la tapan pero ella no deja de brillar, el Sol le envía su calor. Lo noto, pronto volverá a iluminarlo todo. Ni siquiera está completa. La miro y tiene manchas en su rostro, ¿quién la ha mordido? ¿Quién le ha hecho daño mamá?”
“Quisiera ser una bruja, volar alto en la noche hacia ella, no volver jamás. Pero, ¿por qué lloras mamá? No te dejaría sola, ¿vendrías conmigo? Sé que allí estaremos bien, es grande, blanco y luminoso; lo que siempre quisiste”.
“¡Mira mamá! La Luna te sonríe, eso es que quiere que vayamos. Dime que sí, ella nos cuidará. No dices nada. La luna se enfada, la tapan las nubes. A lo mejor ya no quiere vernos…”
Tras aquella conversación se escondía una relación hace años rota. Dos almas separadas por doce metros de tierra. La noche se había vuelto oscura. Sin embargo, entre los pliegues de las nubes que tapaban el cielo, la luz de la Luna iluminó la blanca piedra.
“¿¡Eso es un sí, mamá!?, ¿nos vamos? Ya verás, ella nos cuidará, nada malo pasará, estaremos juntas. Te quiero mamá”.
La blanca luz de la Luna no se reflejó más. Lo blanco pasó a ser rojo y la madre y la niña volaron bajo la Luna buscando su protección.