Con las vergüenzas al aire

Cada vez me sorprende más la necesidad de nosotros, los jóvenes, por oficializar el desnudo. Y sobre todo, en su faceta más cultureta. Desde pequeño y como aficionado a la espectación de la pintura y el dibujo siempre me asaltaban las mismas preguntas con respecto a los cuadros: ¿por qué se pintan tantas mujeres desnudas? Quizás no soy del todo consciente de la inmensidad del jardín en el que me estoy metiendo, pero me atrevería a decir que se está abusando del motivo. Sin entrar en temas puramente ideológicos o morales. Si bien el desnudo femenino ha sido históricamente uno de los temas más recurrentes por su perspicacia, su obvia belleza y la insinuación que simbolizaba para esas épocas… ¿Quién se escandaliza hoy? Si todos estamos borrachos de cuerpos: vestidos y desvestidos, firmes y caídos, proporcionados y amorfos,… Y aquí es donde está el asunto verdadero. La representación del cuerpo femenino, su figuración, es ahora un arma arrojadiza al alcance de cualquier entendido pintor. O escritor. Y esto es porque se ha convertido en un recurso que funciona fácilmente y es de buen ver.

El desnudo funciona siempre. O casi. Llegados hasta este punto surge otra pregunta y es la obvia: ¿por qué me inquieta a mí este fenómeno? Bien, el hecho de que el tema recurrente aquí sea el cuerpo no es el asunto. Podría estar hablando de bombillas de bajo consumo y estaría escribiendo exactamente lo mismo. Lo verdaderamente importante es ver cómo todo pintor, escritor o fotógrafo cutre hace uso de este recurso creyéndose ser poseedor de una sensibilidad suprasensible. Si bien dice hacerlo por saber apreciar la belleza de la (no siempre) curva, de la intimidad que sugiere, la delicadeza que esboza o la fuerza que transmite, en realidad no hay nada más lejos de la realidad. Para él, el desnudo es solo un elemento del que hacer uso porque a todos les gusta. Es una manera de venderse, de provocar sensaciones de forma rápida al ojo. Y todo esto enmarcado por un panorama postureta total: una sensibilidad que, en realidad, detrás sólo esconde el intento de aparentar ser muy moderno y casar necesariamente con la nueva mujer del siglo XXI, no como si esta fuese algo malo o bueno, sino únicamente por entrar en la dinámica contemporánea. Es como si, de repente, todos fuéramos muy modernos por el mero hecho de enseñar el cuerpo en selfies ruidosos tomados a última hora de la mañana, aún embutidos en la lencería que nos pusimos para ver si pescábamos la noche de ayer.

Pero no estoy hablando de censurar el desnudo (ni mucho menos) ni de prohibir su uso a nadie. Me refiero a la coherencia a la que hago llamamiento, al freno de este regocijo mecánico, circular y cochambroso. Ahora somos muy sensibles si, cuando tenemos delante a una chica así, decimos «qué bonito» en lugar de cualquier obscenidad, que, a pesar de ser políticamente incorrecta, sí que sería más acertada, pues ese es su «vil» objetivo en ciertas y obvias ocasiones. ¿O alguien, en serio, piensa que el boudoir fotográfico (estilo basado en la representación de chicas ligeras de ropa y en posiciones sugerentes), por ejemplo, se hace con la premisa de la belleza? Estoy hablando a favor de las gordas de Jenny Saville, de la Maja Desnuda y de los explícitos de Egon Schiele, y en contra de esas fotos francamente malas pero que todos toman por buenas por tener semejantes sujetos. Y también estoy hablando de cómo han llegado los nuevos poetas y violadores del verso, literalmente, y han cogido a estas mujeres y las han hecho su recurso fácil, tanto a las calladitas como a las gritonas. Estoy hablando también de la nueva oleada de fotógrafas y fotógrafos que se creen muy artistas y artistos por autofotografiarse en lencería de Oysho, llevar un peinado estrambótico o vestir de forma alternativa. «El postureo del artisteo», llamo yo a eso, porque ni nuestras tetas, ni nuestro pelo, ni nuestra ropa nos convierten en artistas, sino la forma que tenemos de entenderlos más allá de la pura apariencia y provocación, de la sensibilidad que se supone el artista maneja. Y estoy hablando de cómo ya no existe, casi, ningún tipo de respeto por la representación de la carne en ninguna de sus formas: ni la más modosita, ni la más soberbia, ni la más visceral. La lectura más superficial la hemos escuchado todos en forma de refrán, y por mucho que nos duela, va a resultar ser cierta: si dos tetas tiran más que dos carretas, será porque nos estamos dejando tirar (pero a la basura).

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