Viernes, 3 de marzo de 2017
Volviendo del concierto de una amiga, alegre del éxito que había tenido y de vislumbrar cómo poco a poco iba creciendo como artista, vi una escena curiosa: frente a mí, ya estando yo sentado en el tren, pude ver cómo un padre le daba a su hijo un bollito de chocolate mientras decía que estaba orgulloso de él. El niño, contento, sujetó más sonriente aún un pequeño trofeo que llevaba en la mano. Al ir bien vestido y sin mochila de deporte, supuse que no había sido un logro deportivo sino de otro estilo. ¿Quizá ajedrez? Esto me hizo recordar también la imagen del padre de mi amiga, con un entusiasmadísimo gesto de oreja a oreja y grabándola con todos los dispositivos que tenía a mano. Y ahora que me pongo a pensarlo, siempre había estado ahí, al pie del cañón; tendrá mil vídeos de todos sus conciertos… no me extrañaría…
Siento entonces, mientras veo al niño del tren comiéndose su trofeo más preciado, un poco de tristeza. Quizá fue culpa mía… al menos en parte, acostumbrarle demasiado a mis cosas y sólo recibir de él un «Ah, muy bien, hijo, es lo que tienes que hacer», o veces un mero «Vaya…» al rozar el máximo. Y eso sin ni siquiera un palmadita en la espalda. Tiene que trabajar, mil cosas en la cabeza, una casa que cuidar. Lo entiendo, por lo que no digo más.
Al volver a casa, y después de contarle cómo me habían ido los exámenes, pasé por un bazar y me compré un bollito. Al menos algo está bien: soy más independiente… creo. Jum… este bollito sabe raro… A lo mejor le falte algo…